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De forma que una espléndida mañana tropical, Waziri, rey de los waziris, inició la<br />

marcha en busca de aventuras y de riquezas, a la cabeza de cincuenta atléticos guerreros<br />

de ébano. Siguieron el mismo itinerario que el anciano Waziri había especificado a<br />

Tarzán. Anduvieron a lo largo de varias jornadas: remontaron un río, atravesaron una<br />

cuenca; siguieron después por otra corriente, río abajo,<br />

hasta que al final del vigesimoquinto día acamparon en la ladera de una montaña,<br />

desde cuya cima confiaban avistar por primera vez la maravillosa ciudad del tesoro.<br />

A primera hora de la mañana siguiente emprendieron el ascenso por los riscos poco<br />

menos que verticales que constituían la última pero más formidable barrera entre ellos y<br />

su punto de destino. Poco antes del mediodía, Tarzán, que encabezaba la delgada línea<br />

de guerreros escaladores, trepó a lo alto del último peñasco, se encaramó a su cúspide y<br />

se irguió en la pequeña meseta de la montaña.<br />

A uno y otro lado se alzaban imponentes escalamientos de peñascos, de trescientos<br />

metros de altitud, entre los cuales se abría el paso por el que Tarzán y sus hombres se<br />

dispusieron a entrar en el valle prohibido. A su espalda se extendía la cuenca cubierta de<br />

arbolado por la que habían caminado durante tantos días y, en la parte opuesta, la<br />

serranía baja que señalaba la frontera de su propio territorio.<br />

Pero ante sí se hallaba el panorama que centraba su atención. Allí se extendía un valle<br />

desolado... estrecho y de escasa profundidad, salpicado de árboles canijos y sembrado<br />

de infinidad de gigantescas rocas. Y en el otro extremo del valle se aplastaba lo que<br />

parecía ser una ciudad imponente, de altas y gruesas murallas, torres, esbeltas agujas,<br />

alminares y cúpulas rojas y amarillas bajo los rayos del sol. Tarzán se encontraba aún<br />

demasiado lejos para distinguir las señales de ruinas... a sus ojos aparecía como una<br />

ciudad maravillosa de magnífica belleza y, en su imaginación, la vio poblada por<br />

multitudes dinámicas y felices que henchían las amplias avenidas y los monumentales<br />

templos.<br />

La pequeña expedición descansó en lo alto de la montaña cosa de una hora y luego<br />

Tarzán condujo a sus huestes al valle tendido abajo. No había camino abierto, pero el<br />

descenso resultó mucho menos penoso que la escalada por la otra vertiente. Una vez en<br />

el valle pudieron acelerar el ritmo de marcha y avanzaron con tal rapidez que aún había<br />

luz diurna cuando se detuvieron ante las gigantescas murallas de aquella arcaica ciudad.<br />

El muro exterior tenía unos quince metros de altura en los trechos donde la ruina aún<br />

no la había afectado, pero en toda la longitud que alcanzaba la vista no existía punto en<br />

que el nivel superior de la muralla descendiese de los cuatro o cinco metros. Continuaba<br />

siendo una defensa formidable. En varias ocasiones Tarzán tuvo la sensación de haber<br />

vislumbrado algo que se movía tras alguna zona semiderruida próxima a donde se<br />

encontraban, como si, ocultas detrás de los bastiones, determinadas criaturas estuviesen<br />

vigilándolos. Y esa sensación se completó a menudo con la de unos ojos invisibles que<br />

no se apartaban de él, pero en ningún momento pudo estar seguro de que tales<br />

impresiones fuesen algo más que simple fruto de su imaginación.<br />

Acamparon aquella noche delante de la plaza. Hacia la medianoche les despertó un<br />

estridente alarido que llegaba del otro lado de la muralla. Un grito alto al principio, pero<br />

que fue descendiendo gradualmente de volumen para acabar en una breve sucesión de<br />

lúgubres gemidos. Mientras continuó en el aire, su efecto entre los negros resultó<br />

sobrecogedor: les imbuyó un terror casi paralizante. Tuvo que transcurrir una hora para<br />

que el campamento recuperase la tranquilidad y los indígenas volvieran a conciliar el<br />

sueño.<br />

Por la mañana, las consecuencias de aquel extraño aullido eran visibles aún en los<br />

rostros asustados y en las miradas de soslayo que los waziris dirigían continuamente a la<br />

impresionante y maciza estructura que se elevaba ominosamente sobre ellos.

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