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levantaban y bajaban al unísono y no tardaron en estar gritando a voz en cuello. Se blandieron los venablos con feroz energía y cuando los bailarines se encorvaban para batir con sus escudos la pisoteada tierra de la calle de la aldea, la escena era tan terriblemente primitiva y salvaje como si se estuviera desarrollando en los albores de la humanidad, infinitos siglos atrás. Cuando la excitación creció, el hombre mono se puso en pie de un salto y se integró en la selvática ceremonia. En el centro de aquel círculo de cabrilleantes cuerpos de piel negra, saltaba, rugía y enarbolaba su lanza con el mismo entusiasmo general que hechizaba a sus compañeros salvajes. Quedaba en el pozo del olvido su último resto de civilización... Era un hombre primitivo en toda la extensión y profundidad del término, que disfrutaba, eufórico y entusiasta, de la libertad de la vida salvaje que tanto amaba y de su recién estrenada condición de rey entre aquellos negros montaraces. ¡Ah, si Olga de Coude le hubiese echado una ojeada en aquel momento...! ¿Habría reconocido en él al joven tranquilo y elegante, cuyo bien parecido rostro y sus modales irreprochables la habían cautivado apenas unos meses antes? ¡Y Jane Porter! ¿Seguiría enamorada de aquel jefe guerrero, que bailaba desnudo entre sus desnudos y salvajes súbdi tos? ¡Y D'Arnot! ¿Podría creer D'Arnot que aquél era el mismo hombre al que había introducido en media docena de los más selectos círculos de París? ¿Qué dirían sus compañeros pares de la Cámara de los Lores si uno de ellos señalase con el índice a aquel bailarín gigantesco, con su tocado bárbaro y sus adornos metálicos, y dijese: «Ahí lo tienen, señores míos, es John Clayton, lord Greystoke»? Y así entró Tarzán de los Monos en la auténtica realeza... Despacio, pero indefectiblemente, seguía la evolución de sus ancestros, porque, como ellos, ¿no había partido de cero, de lo más bajo? XVIII La lotería de la muerte Por la mañana, tras la noche del naufragio del Lady Alice, Jane Porter fue la primera de los ocupantes del bote salvavidas que se despertó. Los demás miembros del grupo dormían sobre las bancadas o hacinados en forzadas posturas sobre el fondo de la barca. Cuando la muchacha se percató de que las otras embarcaciones se habían perdido de vista, la alarma cundió en su ánimo. La sensación de profunda soledad y absoluto desamparo que producía en ella la desierta inmensidad del océano le resultó tan deprimente que, desde el primer momento, vio el futuro negro, sin el más leve rayo de esperanza. Tuvo la certeza de que estaban perdidos..., perdidos y sin la más remota posibilidad de que los rescataran. Clayton se despertó poco después. Tuvieron que transcurrir varios minutos para que sus sentidos cobrasen conciencia de la situación o para que recordase el desastre de la noche pasada. Por último, sus desconcertados ojos tropezaron con su prometida. -¡Jane! -exclamó-. ¡Gracias a Dios que estamos juntos! -¡Mira! -dijo la muchacha, sombría, a la vez que, con gesto apático, indicaba el horizonte-. Estamos solos. Clayton exploró el mar en todas direcciones. -¿Dónde estarán los demás? -preguntó-. No pueden haberse hundido, porque no hay mala mar, y estaban a flote después de que el yate se sumergiera... Los vi a todos en las barcas. Despertó a los otros náufragos y les explicó la situación. -A mí me parece que es mejor que los botes se hayan diseminado, señor -opinó uno de los marineros-. Todos llevan provisiones, de forma que en ese aspecto no necesitan ayuda de los demás y, si estallase una tormenta, tampoco serviría de nada estar juntos. Pero si las barcas están esparcidas por el océano hay más probabilidades de que algún
arco que pase vea y recoja a una, en cuyo caso se iniciaría de inmediato la búsqueda de las demás. Si todos los botes estuvieran juntos sólo contaríamos con una probabilidad de rescate; en cambio, ahora puede que tengamos cuatro. Comprendieron la sensatez de tal filosofía y las palabras del marinero les inyectaron cierta dosis de ánimo, pero su contento duró poco, porque cuando decidieron ponerse a remar con energía y dirigirse hacia el este, hacia el continente, tropezaron con la desagradable sorpresa de que los marineros encargados de mover los remos se habían quedado dormidos durante la noche y los dos únicos remos de que disponían se cayeron al mar. Ninguno de esos remos se encontraba ahora a la vista. Durante los airados insultos y reproches que siguieron al desdichado descubrimiento, los marineros estuvieron en un tris de llegar a las manos, pero Clayton consiguió calmar su agresividad. Un momento después, sin embargo, monsieur Thuran a punto estuvo de provocar otra trifulca al dejar caer un insultante comentario acerca de la estupidez de los ingleses en general y de los marineros ingleses en particular. -Venga, venga, compañeros -terció uno de los hombres, Thompkins, que no había participado en la pendencia-, poniéndonos verdes unos a otros no llegaremos a ninguna parte. Como ha dicho Spider hace un momento, es condenadamente posible que alguien nos pesque, así que, ¿qué ganamos con tirarnos los trastos a la cabeza? Vale más que le echemos algo al buche, propongo. -No es mala idea -aceptó Thuran, para dirigirse acto seguido al tercer marinero, Wilson-: Páseme una de esas latas de popa, buen hombre. -Cójala usted -replicó el «buen hombre», hosco-. No acepto órdenes de ningún... extraño... Y además, que yo sepa, usted no es el capitán de esta nave. Al final, el propio Clayton fue quien tuvo que acercarse a coger la lata. De ello surgió otra exaltada tremolina al acusar uno de los marineros a Clayton y monsieur Thuran de conspiración para controlar las provisiones y arramblar así con la parte del león. -Alguien debería asumir el mando de esta embarcación -sugirió Jane Porter, profundamente disgustada por la aciaga reyerta con que había empezado una obligada convivencia que tal vez se prolongara muchos días-. Ya es bastante horrible encontrarse solos en una frágil barca en medio del Atlántico, para que encima añadamos el peligro y la desdicha de unas peleas y discusiones continuas entre los miembros del grupo. Ustedes, los hombres, tendrían que elegir un jefe y comprometerse a acatar luego sus decisiones en todos los asuntos. La necesidad de ceñirse a una estricta disciplina es aquí más imperiosa que en un buque donde todo está bien organizado. Antes de expresar su criterio, la muchacha había confiado en que no sería preciso entrar en un deba- te para decidir quién sería el jefe en cuestión, porque creía que Clayton estaba perfectamente capacitado para hacer frente a cualquier emergencia. Tenía que reconocer sin embargo que, al menos hasta entonces, Clayton no había demostrado ser más capaz que cualquiera de los otros de saber manejar la situación, aunque, por lo menos, se había abstenido de echar más leña al fuego de las desagradables disensiones, e incluso había tratado de calmar los ánimos cediendo una lata a los marineros, cuando éstos se manifestaron contrarios a que él la abriese. Las palabras de la muchacha tranquilizaron momentáneamente a los hombres y, al final, se decidió que los dos barriles de agua y las cuatro latas de víveres se distribuyeran en dos partes. Una de esas partes sería para los tres marineros, que, en proa, podían hacer con ellas lo que quisieran. La otra parte quedaría en popa, destinada a los tres pasajeros. De modo que los ocupantes del bote se dividieron en dos grupos, y en cuanto se hizo el reparto, cada uno de esos grupos se apresuró a abrir los recipientes para saborear la
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Comprendieron la sensatez de tal filosofía y las palabras del marinero les inyectaron<br />
cierta dosis de ánimo, pero su contento duró poco, porque cuando decidieron ponerse a<br />
remar con energía y dirigirse hacia el este, hacia el continente, tropezaron con la<br />
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-Venga, venga, compañeros -terció uno de los hombres, Thompkins, que no había<br />
participado en la pendencia-, poniéndonos verdes unos a otros no llegaremos a ninguna<br />
parte. Como ha dicho Spider hace un momento, es condenadamente posible que alguien<br />
nos pesque, así que, ¿qué ganamos con tirarnos los trastos a la cabeza? Vale más que le<br />
echemos algo al buche, propongo.<br />
-No es mala idea -aceptó Thuran, para dirigirse acto seguido al tercer marinero,<br />
Wilson-: Páseme una de esas latas de popa, buen hombre.<br />
-Cójala usted -replicó el «buen hombre», hosco-. No acepto órdenes de ningún...<br />
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Al final, el propio Clayton fue quien tuvo que acercarse a coger la lata. De ello surgió<br />
otra exaltada tremolina al acusar uno de los marineros a Clayton y monsieur Thuran de<br />
conspiración para controlar las provisiones y arramblar así con la parte del león.<br />
-Alguien debería asumir el mando de esta embarcación -sugirió Jane Porter,<br />
profundamente disgustada por la aciaga reyerta con que había empezado una obligada<br />
convivencia que tal vez se prolongara muchos días-. Ya es bastante horrible encontrarse<br />
solos en una frágil barca en medio del Atlántico, para que encima añadamos el peligro y<br />
la desdicha de unas peleas y discusiones continuas entre los miembros del grupo.<br />
Ustedes, los hombres, tendrían que elegir un jefe y comprometerse a acatar luego sus<br />
decisiones en todos los asuntos. La necesidad de ceñirse a una estricta disciplina es aquí<br />
más imperiosa que en un buque donde todo está bien organizado.<br />
Antes de expresar su criterio, la muchacha había confiado en que no sería preciso<br />
entrar en un deba-<br />
te para decidir quién sería el jefe en cuestión, porque creía que Clayton estaba<br />
perfectamente capacitado para hacer frente a cualquier emergencia. Tenía que reconocer<br />
sin embargo que, al menos hasta entonces, Clayton no había demostrado ser más capaz<br />
que cualquiera de los otros de saber manejar la situación, aunque, por lo menos, se había<br />
abstenido de echar más leña al fuego de las desagradables disensiones, e incluso había<br />
tratado de calmar los ánimos cediendo una lata a los marineros, cuando éstos se<br />
manifestaron contrarios a que él la abriese.<br />
Las palabras de la muchacha tranquilizaron momentáneamente a los hombres y, al<br />
final, se decidió que los dos barriles de agua y las cuatro latas de víveres se<br />
distribuyeran en dos partes. Una de esas partes sería para los tres marineros, que, en<br />
proa, podían hacer con ellas lo que quisieran. La otra parte quedaría en popa, destinada<br />
a los tres pasajeros.<br />
De modo que los ocupantes del bote se dividieron en dos grupos, y en cuanto se hizo<br />
el reparto, cada uno de esos grupos se apresuró a abrir los recipientes para saborear la