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debían coger su carga de odiado marfil. Acababan de hacerlo cuando llegó de la fronda<br />
de la selva una voz potente y clara:<br />
-¡Hoy vais a morir, oh, manyuemas, a menos que os despidáis del marfil! ¡Abalanzaos<br />
sobre vuestros crueles amos y matadlos! Tenéis armas de fuego, ¿por qué no las<br />
empleáis? Matad a los árabes y no os haremos ningún daño. Os llevaremos a nuestra<br />
aldea, os daremos de comer y os conduciremos fuera de nues-<br />
tras tierras sanos, salvos y en paz. Dejad el marfil y caed sobre vuestros amos... Os<br />
ayudaremos. Si no obedecéis, ¡moriréis!<br />
Cuando la voz dejó de oírse, los saqueadores se quedaron petrificados. Los árabes<br />
contemplaron a sus esclavos manyuemas; los esclavos se miraron entre sí... sólo<br />
esperaban a que uno u otro de sus compañeros tomase la iniciativa. Quedaban vivos<br />
unos treinta árabes y como ciento cincuenta negros. Todos iban armados, incluso los<br />
que desempeñaban la función de porteadores llevaban un rifle colgado del hombro.<br />
Los árabes formaron una piña. El jeque ordenó a los manyuemas que se pusieran en<br />
marcha y, mientras hablaba, amartilló el rifle y se lo echó a la cara. Pero en aquel<br />
mismo instante, uno de los negros arrojó al suelo la carga, levantó el rifle y disparó a<br />
quemarropa sobre el grupo de árabes. En décimas de segundo el campamento se<br />
convirtió en una masa de seres infernales que maldecían, ululaban y combatían unos<br />
contra otros con rifles, cuchillos y pistolas. Los árabes se mantenían en grupo compacto<br />
y defendían valientemente sus vidas, pero el diluvio de plomo que descargaban sobre<br />
ellos sus propios esclavos y la lluvia de flechas y venablos que les llegaba de la jungla,<br />
dirigida a ellos en exclusiva, dejó pocas dudas, desde el principio, acerca de cuál iba a<br />
ser el desenlace. Diez minutos después de que el primer porteador arrojase su carga,<br />
caía muerto el último árabe.<br />
Cuando cesó el tiroteo, Tarzán volvió a dirigir la palabra a los manyuemas.<br />
-Coged nuestro marfil y regresad con él a nuestra aldea, de donde lo habéis robado.<br />
No vamos a haceros ningún daño.<br />
Los manyuemas vacilaron un momento. Al parecer les faltaban estómago y energías<br />
para repetir en sentido inverso su ardua caminata de tres jornadas. Hablaron entre sí a<br />
base de susurros. Uno de ellos se volvió hacia la selva y preguntó a la voz que les había<br />
hablado desde la densa fronda:<br />
-¿Qué garantías tenemos de que cuando estemos en vuestra aldea no nos vais a matar<br />
a todos?<br />
-No tenéis garantía alguna -respondió Tarzán-, aparte de la que os hemos prometido<br />
que no os haremos el menor daño si nos devolvéis nuestro marfil. Lo que sí os consta es<br />
que está en nuestras manos mataros a todos si no dais ahora media vuelta, tal como os<br />
indicamos, ¿y no es más probable que lo hagamos si nos irritáis desobedeciendo<br />
nuestras órdenes?<br />
-¿Quién eres tú, que hablas la lengua de nuestros amos árabes? -gritó el portavoz de<br />
los manyuemas-. Deja que te veamos y luego te daremos nuestra contestación.<br />
Tarzán salió de la espesura de la jungla y apareció a una docena de pasos de los<br />
manyuemas.<br />
-¡Aquí me tenéis!<br />
Cuando vieron que era blanco, el terror volvió a hacer presa en ellos, porque era la<br />
primera vez que veían un salvaje blanco y al observar sus enormes músculos y su figura<br />
gigantesca la maravilla y la admiración los invadió.<br />
-Podéis confiar en mí -les tranquilizó Tarzán-. Mientras hagáis lo que os diga y no<br />
causéis daño alguno a los míos, no me meteré con vosotros para nada. ¿Vais a recoger<br />
nuestro marfil y a volver con él pacíficamente a nuestra aldea o preferís que