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toda velocidad el hombre mono a otro árbol y se encontraba a cien metros de distancia.<br />
Encontró allí una atalaya conveniente desde la que le era posible espiar los preparativos<br />
de los incursores. Se le ocurrió que podía divertirse a lo grande a costa de ellos, de<br />
modo que volvió a ponerse las manos a ambos lados de la boca, a guisa de bocina, y<br />
gritó:<br />
-¡Dejad el marfil! ¡Dejad el marfil! ¡El marfil no les sirve de nada a los muertos!<br />
Algún que otro manyuema se dispuso a abandonar su carga, pero aquello era<br />
demasiado para los codiciosos árabes. Empezaron a proferir gritos y maldiciones,<br />
encañonaron a los porteadores y amenazaron con una muerte instantánea a todo aquel<br />
que tuviese la desdichada idea de soltar su carga. Pasaban por renunciar al incendio del<br />
poblado, pero de ninguna manera les cabía en la cabeza la idea de abandonar aquella<br />
inmensa fortuna en marfil... Antes la muerte.<br />
Partieron, pues, de la aldea de los waziri. A hombros de los esclavos se llevaban un<br />
cargamento de marfil cuyo valor hubiera podido servir para pagar el rescate de veinte<br />
reyes. Marcharon hacia el norte, rumbo al selvático asentamiento que habían establecido<br />
en una región salvaje e ignota del interior del Congo, en lo más profundo del Gran<br />
Bosque. Por ambos flancos vigilaba a la caravana un enemigo tan invisible como<br />
despiadado.<br />
Dirigidos por Tarzán, los guerreros negros de Wazir se apostaban a ambos lados del<br />
sendero, en la espesura de la maleza. Se situaban a intervalos bastante distanciados entre<br />
sí y, una vez pasaba la columna, una flecha o un venablo, certeramente dirigido,<br />
atravesaba a un manyuema o a un árabe. A continuación, el waziri se fundía en la<br />
floresta, se adelantaba a la carrera y ocupaba un nuevo puesto, cerca de donde debía<br />
pasar la caravana. No descargaban su golpe a menos que tuviesen la absoluta seguridad<br />
de que el éxito era cierto y el riesgo de que lo detectasen absolutamente nulo. Las<br />
flechas y los venablos que cumplían tal misión eran pocos y espaciados, pero tan<br />
tenaces e inevitables que los cargados porteadores de la columna se encontraban en un<br />
estado de pánico perenne. Pánico que alimentaba siempre el traspasado cuerpo del<br />
compañero que acababa de caer. Pánico que fomentaba la incertidumbre de ignorar<br />
quién sería el siguiente y cuándo caería.<br />
En una docena de ocasiones, los árabes tuvieron enormes dificultades para evitar que<br />
sus hombres arrojasen la carga y huyeran por el sendero como conejos asustados,<br />
corriendo hacia el norte. Así transcurrió la jornada: una espantosa pesadilla para los<br />
saqueadores; un día fatigoso pero bien recompen<br />
sado para los waziris. Al llegar la noche, los árabes montaron una tosca boma en un<br />
pequeño claro, junto a un río, y se dispusieron a acampar.<br />
De vez en cuando, en el curso de la noche, un rifle sonaba por encima de sus cabezas<br />
y uno de los doce centinelas que habían apostado sevenía al suelo. Tal situación era<br />
insoportable para los invasores. Éstos, naturalmente, se daban cuenta de que mediante<br />
aquella táctica iban a acabar borrados del mapa, sin haber ocasionado siquiera una sola<br />
baja al enemigo. A pesar de ello, con la recalcitrante avaricia propia del hombre blanco,<br />
los árabes siguieron aferrados a su botín y cuando amaneció, obligaron a los<br />
desmoralizados manyuemas a echarse al hombro la carga de muerte y adentrarse a<br />
trompicones por la selva.<br />
La diezmada columna mantuvo su espantosa marcha durante tres días. No pasaba hora<br />
en que una flecha fatal o un venablo implacable dejara de cobrar su tributo de muerte.<br />
Las noches eran pavorosas a causa del ladrido de aquel rifle invisible que hacía que el<br />
turno de guardia equivaliese para el centinela a una sentencia de muerte.<br />
En el curso de la mañana del cuarto día los árabes se vieron obligados a abatir a tiros a<br />
dos de sus esclavos negros para dar un escarmiento que persuadiera a los demás de que