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Tarzán se dirigió silenciosamente al árbol del extremo de la calle. Subió sin hacer<br />
ruido a su puesto habitual y montó una flecha en el arco. Pasó varios minutos intentando<br />
centrar la puntería sobre el centinela, pero el movimiento de las ramas y el oscilar de la<br />
claridad de la fogata le llevaron al convencimiento de que el riesgo de fallar el tiro era<br />
demasiado alto: su plan requería acertar de lleno en el centro del corazón, para que la<br />
muerte fuese todo lo repentina y silenciosa que su plan necesitaba.<br />
Además del arco, las flechas y la cuerda llevaba consigo el rifle que el día anterior<br />
cogió de manos del centinela, después de haberle matado. Depositó todas aquellas<br />
armás en el hueco de la horquilla del árbol y se dejó caer sin ruido dentro de la<br />
empalizada, armado nada más que con su largo cuchillo. El centinela estaba de espaldas<br />
a él. Tarzán se deslizó como un gato hacia el adormilado individuo. Ya estaba a dos<br />
pasos de él... Unos segundos más y el cuchillo se deslizaría silenciosamente y se<br />
hundiría en el corazón del hombre.<br />
Tarzán encogió el cuerpo, preparándose para el salto, sistema de ataque de la fiera de<br />
la selva que siempre resulta ser el más rápido y seguro... y en aquel preciso instante,<br />
avisado por algún sutil sexto senti-do, el centinela se puso en pie de un brinco, dio<br />
media vuelta y se encaró con el hombre-mono.<br />
XVII<br />
El jefe blanco de los waziris<br />
El horror desorbitó los ojos del salvaje manyuema cuando su vista cayó sobre aquella<br />
extraña criatura que había aparecido ante él empuñando un amenazador cuchillo. Se<br />
olvidó del arma de fuego que llevaba; incluso se olvidó de lanzar el grito de alarma... Su<br />
única idea fue escapar de aquel aterrador salvaje blanco, de aquel gigante en cuyos<br />
formidables músculos y poderoso pecho rielaban los ondulantes reflejos de las llamas.<br />
Sin embargo, antes de que pudiese dar media vuelta, tuvo a Tarzán encima. Entonces<br />
sí que se le ocurrió gritar pidiendo auxilio, pero ya era demasiado tarde. Una mano<br />
enorme se cerró en torno a su garganta y el manyuema se vio arrojado contra el suelo.<br />
Luchó furiosa pero inútilmente. Con la implacable tenacidad de la mandíbula de un<br />
perro dogo aquellos dedos terribles continuaron apretando, aferrados a su cuello. Rápida<br />
e inflexiblemente le fueron arrancando la vida. Los ojos se le salían de las cuencas, la<br />
lengua dejaba atrás la boca, el rostro adoptaba un color lívido, fantasmal, purpúreo...<br />
Los músculos se estremecieron con un temblor convulso y el manyuema quedó tendido,<br />
rígido e inmóvil.<br />
El hombre-mono se echó el cadáver al hombro y, tras recoger las armas de su víctima,<br />
emprendió la marcha a paso ligero, silenciosamente, por la calle de la dormida aldea<br />
hacia el árbol que de una manera<br />
tan cómoda le facilitaba el acceso al interior de la empalizada aldea. Trasladó el<br />
cuerpo sin vida del centinela hasta el centro de un laberinto de fronda situado hacia la<br />
copa del árbol.<br />
Después de aposentarlo en la horquilla de una rama, Tarzán empezó por quitar al<br />
cadáver la canana y los adornos que deseaba para sí. Los les dedos del hombre mono<br />
tantearon hábilmente el cuerpo, ya que la oscuridad no le permitía ver bien las piezas<br />
del botín. Concluido el registro, tomó el arma que había pertenecido al manyuema y se<br />
deslizó hasta la punta de una rama, desde donde podía disponer de una vista mejor de<br />
las chozas. Tras apuntar con todo cuidado a la estructura de colmena en la que sabía se<br />
alojaban los jefes árabes, apretó el gatillo. Casi al instante se oyó un gemido de dolor.<br />
Tarzán sonrió. Había vuelto a dar en el blanco.<br />
Tras el disparo, en el campamento reinó el silencio durante unos segundos, al cabo de<br />
los cuales árabes y manyuemas salieron atropelladamente de las chozas como enjambres<br />
de avispas irritadas. Claro que, en realidad, se sentían más asustadas que coléricas. Las