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09.05.2013 Views

Con la llegada de la aurora, Tarzán expuso su plan de batalla a los guerreros. Sin vacilar, todos convinieron en que era la forma más segura de desembarazarse de los invasores y de vengar el asesinato en masa de los miembros de la tribu. Como primera providencia se enviaron hacia el sur, protegidos por una veintena de guerreros jóvenes y veteranos, a las mujeres y niños, para que estuviesen fuera de la zona de peligro. Tenían instrucciones de montar refugios provisionales y construir una boina protectora a base de matas de espino. El plan de cam paña de Tarzán acaso necesitara varios días para desarrollarse, tal vez semanas, incluso, lapso durante el cual los guerreros no regresarían al nuevo campamento. Dos horas después del alba un delgado círculo de guerreros negros rodeó la aldea. A intervalos, uno de ellos trepaba a las ramas altas de un árbol desde donde su vista llegaba al otro lado de la empalizada. Al poco, un manyuema caía de bruces dentro de la aldea, atravesado por una flecha. No había sonado ruido alguno anunciador de un asalto -nada de gritos de guerra ni alardeante agitación de lanzas amenazadoras, como ocurría cuando los salvajes proclamaban su inminente ataque-, sólo un silencioso mensajero de muerte que llegaba de la no menos silenciosa floresta. Los árabes y sus sicarios se daban a todos los diablos ante aquel suceso sin precedentes. Corrieron a la puerta del poblado, ávidos de venganza sobre el insolente que había perpetrado aquel ultraje, pero al instante cayeron en la cuenta de que ignoraban hacia dónde debían volverse para dar con el enemigo. Mientras permanecían allí discutiendo el asunto, vociferando y gesticulando frenéticamente, uno de los árabes se desplomó contra el suelo, en medio del grupo, sin exhalar un gemido... con una flecha clavada en el corazón. Tarzán había apostado a los más certeros tiradores de la tribu en los árboles circundantes, con las apropiadas instrucciones para que en ningún momento revelasen su posición cuando el enemigo mirase hacia donde se encontraban. Cuando uno de los indígenas enviara su mensaje de muerte, debía ocultarse tras el tronco del árbol elegido y no volvería a apun- tar su arco hasta que un ojo vigilante le dijese que nadie mirase hacia el árbol. En tres ocasiones atravesaron los árabes el calvero corriendo en dirección al punto de donde pensaban que procedían las flechas, pero en cada una de tales ocasiones, otra flecha surcaba el aire a su espalda para aumentar su número de bajas. Entonces daban media vuelta y se precipitaban en una nueva dirección. Por último, decidieron efectuar una batida de exploración por la zona de bosque próxima, pero los indígenas se fundían ante ellos y no descubrieron el menor asomo de enemigos. En la espesa fronda de las copas de un árbol gigantesco, una torva figura los acechaba: era Tarzán de los Monos, que parecía flotar sobre ellos como si fuera la sombra de la muerte. Un manyuema cometió el error de adelantarse a sus compañeros; en la dirección por la que avanzaba no se veía a nadie, de modo que apresuró el paso... instantes después, los que le seguían tropezaron con el cuerpo sin vida de su compañero, en cuyo pecho sobresalía el fatal astil de una flecha. El hombre blanco no necesita contemplar prolongadamente esta forma de hacer la guerra para que se le pongan los nervios de punta, así que nada tiene de extraño que los manyuemas no tardaran en dejarse dominar por el pánico. Si uno de ellos se destacaba de sus camaradas, una flecha encontraba rápidamente su corazón; si otro se rezagaba, no volvían a verle con vida; si alguno tropezaba, se desviaba y sus compañeros le perdían de vista, aunque sólo fuera un momento, no regresaba... y siempre que encontraban ante sí un cadáver, éste tenía clavada en el pecho aquella saeta que parecía disparar un poder sobrenatural que la enviaba directa y certeramente al corazón de la víctima. Pero lo peor de todo era la espeluznante circunstancia de que, en el curso de toda la mañana, ni

una sola vez habían visto ni oído el menor indicio del enemigo, aparte las implacables flechas. Cuando finalmente regresaron a la aldea, las cosas no les fueron mejor. De vez en cuando, a intervalos que resultaban enloquecedores a causa de la tensión que producían, un hombre caía de bruces, muerto. Los manyuemas pidieron a sus amos abandonar aquel terrible lugar, pero los árabes tampoco se atrevían a emprender la marcha a través de una selva hostil, en la que parecía imperar aquel nuevo y terrible enemigo, cargados con las importantes existencias de marfil que habían encontrado en la aldea. Pero lo peor de todo era tener que dejar aquel precioso cargamento. Tal idea les mortificaba. Por último, la expedición al completo se refugió en las chozas con techo de paja, a cuyo interior, al menos, no llegarían las flechas. Desde lo alto del árbol que dominaba el poblado, Tarzán tomó buena nota del chamizo en el que se acogieron los jefes árabes. Se mantuvo en equilibrio sobre una rama suspendida sobre aquella choza y, con toda la fuerza de sus poderosos músculos, lanzó el venablo a través del techo de paja. Un aullido de dolor le informó de que la lanza había encontrado carne. Con tal saludo de despedida para convencer a los árabes de que no estaban a salvo en ningún lugar de aquel territorio, Tarzán regresó a la selva, reunió a sus guerreros y todos se retiraron a kilómetro y medio hacia el sur en el interior de la jungla, para descansar y comer algo. Puso centinelas en varios árbo- les desde los que se podía vigilar el sendero de la aldea, pero nadie les persiguió. El recuento de sus huestes le indicó que no había tenido una sola baja, ni siquiera sufrió nadie un rasguño, mientras que si efectuaba un cálculo, así, por encima, de las pérdidas enemigas, resultaba que no menos de veinte saqueadores habían caído bajo las flechas de los indígenas. Una oleada de eufórico entusiasmo inundó el ánimo de éstos, quienes se propusieron coronar aquella jornada gloriosa lanzándose al asalto del poblado y acabando de una vez con los últimos enemigos que quedasen. Ya se imaginaban las torturas a las que los someterían y se refocilaban anticipada y mentalmente con el sufrimiento de los manyuemas, hacia los que sentían un odio especial, cuando intervino Tarzán y echó por tierra todos sus planes. -¡Estáis locos! voceó-. Os he demostrado cuál es la única forma de combatir a esa gente. Habéis matado a veinte enemigos sin perder un solo guerrero cuando ayer, actuando conforme a vuestra táctica, que ahora habéis renovado, tuvisteis por lo menos una docena de bajas y no matasteis un solo árabe ni manyuema. O lucháis como os digo que luchéis o me vuelvo ahora a mi territorio y ahí os quedáis. Aquella amenaza los amedrentó y prometieron obedecerle escrupulosamente si él prometía a su vez no abandonarlos. -Muy bien -dijo el hombre-mono-. Volveremos a la toma de los elefantes y pasaremos allí la noche. Tengo un plan para obsequiar a los árabes con un sabroso anticipo de lo que pueden esperar si permanecen en nuestra región, pero para eso no me hace falta ayuda. En marcha. Si en lo que queda de día no reci ben ningún castigo más se tranquilizarán, cobrarán confianza y cuando mañana vuelvan a probar el sabor del miedo tendrán los nervios más destrozados que si continuamos amargándoles la vida toda esta tarde. De modo que volvieron al campamento de la noche anterior y allí encendieron grandes fogatas, comieron y comentaron las aventuras del día, hasta mucho después de que hubiese oscurecido. Tarzán durmió hasta la medianoche, luego se levantó y echó a andar a través de las espesas negruras de la jungla. Una hora después llegaba a la linde del claro existente frente al poblado. Ardía una fogata dentro del recinto de la estacada. El hombre-mono cruzó el calvero y se llegó a los atrancados portones. Miró por los intersticios y vio un centinela solitario sentado ante la hoguera del campamento.

una sola vez habían visto ni oído el menor indicio del enemigo, aparte las implacables<br />

flechas.<br />

Cuando finalmente regresaron a la aldea, las cosas no les fueron mejor. De vez en<br />

cuando, a intervalos que resultaban enloquecedores a causa de la tensión que producían,<br />

un hombre caía de bruces, muerto. Los manyuemas pidieron a sus amos abandonar<br />

aquel terrible lugar, pero los árabes tampoco se atrevían a emprender la marcha a través<br />

de una selva hostil, en la que parecía imperar aquel nuevo y terrible enemigo, cargados<br />

con las importantes existencias de marfil que habían encontrado en la aldea. Pero lo<br />

peor de todo era tener que dejar aquel precioso cargamento. Tal idea les mortificaba.<br />

Por último, la expedición al completo se refugió en las chozas con techo de paja, a<br />

cuyo interior, al menos, no llegarían las flechas. Desde lo alto del árbol que dominaba el<br />

poblado, Tarzán tomó buena nota del chamizo en el que se acogieron los jefes árabes.<br />

Se mantuvo en equilibrio sobre una rama suspendida sobre aquella choza y, con toda la<br />

fuerza de sus poderosos músculos, lanzó el venablo a través del techo de paja. Un<br />

aullido de dolor le informó de que la lanza había encontrado carne. Con tal saludo de<br />

despedida para convencer a los árabes de que no estaban a salvo en ningún lugar de<br />

aquel territorio, Tarzán regresó a la selva, reunió a sus guerreros y todos se retiraron a<br />

kilómetro y medio hacia el sur en el interior de la jungla, para descansar y comer algo.<br />

Puso centinelas en varios árbo-<br />

les desde los que se podía vigilar el sendero de la aldea, pero nadie les persiguió.<br />

El recuento de sus huestes le indicó que no había tenido una sola baja, ni siquiera<br />

sufrió nadie un rasguño, mientras que si efectuaba un cálculo, así, por encima, de las<br />

pérdidas enemigas, resultaba que no menos de veinte saqueadores habían caído bajo las<br />

flechas de los indígenas. Una oleada de eufórico entusiasmo inundó el ánimo de éstos,<br />

quienes se propusieron coronar aquella jornada gloriosa lanzándose al asalto del<br />

poblado y acabando de una vez con los últimos enemigos que quedasen. Ya se<br />

imaginaban las torturas a las que los someterían y se refocilaban anticipada y<br />

mentalmente con el sufrimiento de los manyuemas, hacia los que sentían un odio<br />

especial, cuando intervino Tarzán y echó por tierra todos sus planes.<br />

-¡Estáis locos! voceó-. Os he demostrado cuál es la única forma de combatir a esa<br />

gente. Habéis matado a veinte enemigos sin perder un solo guerrero cuando ayer,<br />

actuando conforme a vuestra táctica, que ahora habéis renovado, tuvisteis por lo menos<br />

una docena de bajas y no matasteis un solo árabe ni manyuema. O lucháis como os digo<br />

que luchéis o me vuelvo ahora a mi territorio y ahí os quedáis.<br />

Aquella amenaza los amedrentó y prometieron obedecerle escrupulosamente si él<br />

prometía a su vez no abandonarlos.<br />

-Muy bien -dijo el hombre-mono-. Volveremos a la toma de los elefantes y pasaremos<br />

allí la noche. Tengo un plan para obsequiar a los árabes con un sabroso anticipo de lo<br />

que pueden esperar si permanecen en nuestra región, pero para eso no me hace falta<br />

ayuda. En marcha. Si en lo que queda de día no reci<br />

ben ningún castigo más se tranquilizarán, cobrarán confianza y cuando mañana<br />

vuelvan a probar el sabor del miedo tendrán los nervios más destrozados que si<br />

continuamos amargándoles la vida toda esta tarde.<br />

De modo que volvieron al campamento de la noche anterior y allí encendieron<br />

grandes fogatas, comieron y comentaron las aventuras del día, hasta mucho después de<br />

que hubiese oscurecido. Tarzán durmió hasta la medianoche, luego se levantó y echó a<br />

andar a través de las espesas negruras de la jungla. Una hora después llegaba a la linde<br />

del claro existente frente al poblado. Ardía una fogata dentro del recinto de la estacada.<br />

El hombre-mono cruzó el calvero y se llegó a los atrancados portones. Miró por los<br />

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