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09.05.2013 Views

Aquel anochecer, después de la cena, Tarzán se acercó a la cubierta de proa, donde permaneció conversando con el segundo oficial hasta bastante después de oscurecido. Cuando el marino tuvo que marchar a otro punto del buque para cumplir los deberes propios del servicio, el hombre-mono se quedó apoyado en la barandilla y contempló los reflejos que la luna arrancaba a las levemente rizadas aguas. Como estaba medio oculto por un pescante, los dos hombres que avanzaban por la cubierta no se percataron de su presencia y, al pasar, Tarzán captó lo suficiente de su conversación como para inducirle a seguirlos, dispuesto a averiguar qué nueva indignidad estaban tramando. Había reconocido la voz de Rokoff y había observado que su acompañante era Paulvitch. Tarzán sólo pudo entender unas pocas palabras: -... Y si chilla puedes echarle las manos al cuello hasta que... Pocas, pero que bastaron para despertar el espíritu aventurero que anidaba en su interior, así que se mantuvo tras la pareja, que había avivado el paso por la cubierta, sin perderlos de vista. Los siguió hasta el salón de fumadores, pero los dos hombres se limitaron a hacer un alto en el umbral, donde sólo estuvieron el tiempo justo para, al parecer, cerciorarse de que allí dentro se encontraba la persona que deseaban tener localizada con absoluta seguridad. Después reanudaron la marcha, para encaminarse directamente a los camarotes de primera clase situados encima de la cubierta de paseo. Tarzán tuvo allí más dificultades para pasar inadvertido, pero lo consiguió. Cuando se detuvieron ante una de las pulimentadas puertas de madera, Tarzán se deslizó entre las sombras de un pasillo, a unos tres metros y medio de ellos. Uno de los hombres llamó a la puerta. Del interior llegó una voz femenina, que preguntó en francés: -¿Quién es? -Olga, soy yo... Nicolás -fue la respuesta, pronunciada en el tono gutural propio de Rokoff-. ¿Puedo pasar? -¿Por qué no dejas de perseguirme, Nicolás? -sonó la voz de la mujer a través de la delgada hoja de madera-. Jamás te hice daño. Vamos, vamos, Olga -instó el individuo en tono expiatorio-. No te pido más que intercambiar media docena de palabras contigo. No voy a causarte perjuicio alguno, ni siquiera entraré en tu camarote; pero lo que tengo que decirte no puedo gritártelo a través de la puerta. Tarzán oyó el chasquido del pestillo al descorrerlo por dentro. Salió de su escondrijo el tiempo suficiente para ver qué iba a ocurrir cuando se abriese la puerta, ya que no le era posible olvidar las siniestras palabras captadas poco antes en cubierta: «... Y si chilla, puedes echarle las manos al cuello hasta que...». Rokoff estaba de pie ante la puerta. Paulvitch se había aplastado contra el tabique revestido de paneles del corredor que se alargaba por el otro lado. Se abrió la puerta. Rokoff medio entró en el camarote y permaneció con la espalda contra la hoja de madera, mientras se dirigía a la mujer, hablándole en susurros. Tarzán no vio a la dama, pero en seguida oyó su voz, en tono normal, en un volumen lo bastante alto para permitirle distinguir las palabras. -No, Nicolás -decía-, es inútil. Por mucho que me amenaces, nunca accederé a tus exigencias. Haz el favor de salir del camarote; no tienes derecho a estar aquí. Prometiste que no ibas a entrar. -Muy bien, Olga, no entraré; pero antes de que haya acabado contigo lamentarás mil veces no haberme hecho este favor. De todas formas, al final habré conseguido lo que

quiero, así que me podrías haber ahorrado algunas molestias y un poco de tiempo a la vez que tú te habrías evitado la deshonra, la tuya y la de tu... -¡Nunca, Nicolás! -le cortó, tajante, la mujer. Tarzán vio entonces que Rokoff volvía la cabeza y dirigía una seña a Paulvitch, quien se precipitó de un salto hacia la puerta del camarote, que Rokoff mantenía abierta para que entrase. Luego, Rokoff se retiró rápidamente del umbral. La puerta se cerró. Tarzán oyó el chasquido del pestillo, al correrlo Paulvitch desde el interior. Rokoff permaneció de guardia ante la puerta, inclinada la cabeza como si tratase de escuchar las palabras que se pronunciaban dentro. Una sonrisa desagradable frunció sus labios cubiertos por la barba. Tarzán oyó la voz de la mujer, que ordenaba a Paulvitch que abandonara inmediatamente el camarote. -¡Avisaré a mi esposo! -advirtió-. ¡Se mostrará implacable con usted! La burlona risotada de Paulvitch atravesó la pulimentada hoja de madera de la puerta. -El contador del buque irá a buscar a su esposo, señora -dijo el hombre-. A decir verdad, ya se ha informado a dicho oficial de que, tras la puerta cerrada de este camarote, está usted entreteniendo a un hombre que no es su marido. -¡Bah! -exclamó la condesa-. ¡Mi esposo sabrá que es falso! -Desde luego, su esposo lo sabrá, pero el contador del buque, no; ni tampoco los periodistas que a través de algún medio misterioso se habrán enterado del asunto cuando desembarquemos. Lo considerarán una historia de lo más interesante, lo mismo que sus amistades cuando la lean a la hora del desayuno del... veamos, hoy es martes, ¿no?... cuando la lean el viernes por la mañana al desayunar. Y su interés no disminuirá precisamente cuando se enteren de que el hombre al que la señora divertía en su camarote es un criado ruso... el ayuda de cámara del hermano de madame, para ser más preciso. -Alexis Paulvitch -sonó la voz de la mujer, fría e impávida-, es usted un cobarde y en cuanto le susurre al oído cierto nombre cambiará de opinión respecto a las exigencias y amenazas con que trata de intimidarme y se apresurará a salir del camarote. Y no creo que vuelva a presentarse con ánimo de fastidiarme. Se produjo un silencio momentáneo, una pausa que Tarzán supuso dedicó la mujer a inclinarse hacia el canallesco individuo para murmurarle al oído lo que había indicado. Fueron sólo unos segundos, a los que siguió un sorprendido taco por parte del hombre, el ruido de unos pies al arrastrarse, un grito de mujer... y vuelta al silencio. Pero apenas había muerto en el aire la última nota de ese grito cuando el hombremono ya se encontraba fuera de su escondite. Rokoff había echado a correr, pero Tarzán le agarró por el cuello y le arrastró hacia atrás. Ninguno de los dos pronunció palabra, porque ambos comprendían instintivamente que en el camarote se estaba cometiendo un asesinato y Tarzán confiaba en que Rokoff no había pretendido que su cómplice llegase hasta ese extremo. Presentía que los fines de aquel desaprensivo eran más profundos... más profundos e incluso más siniestros que un asesinato brutal y a sangre fría. Sin perder tiempo en preguntar nada a los que estaban dentro, Tarzán aplicó violentamente su hombro gigantesco contra el frágil panel de la puerta, que saltó convertido en una lluvia de astillas, e irrumpió en el camarote, llevando a Rokoff tras él. Vio frente a sí a la mujer, tendida en un sofá. Encima de ella, Paulvitch hundía los dedos en la delicada garganta, mientras las manos de la víctima golpeaban inútilmente la cara del criminal e intentaban a la desesperada separar del cuello aquellos dedos crueles que le estaban arrancando la vida.

Aquel anochecer, después de la cena, Tarzán se acercó a la cubierta de proa, donde<br />

permaneció conversando con el segundo oficial hasta bastante después de oscurecido.<br />

Cuando el marino tuvo que marchar a otro punto del buque para cumplir los deberes<br />

propios del servicio, el hombre-mono se quedó apoyado en la barandilla y contempló<br />

los reflejos que la luna arrancaba a las levemente rizadas aguas. Como estaba medio<br />

oculto por un pescante, los dos hombres que avanzaban por la cubierta no se percataron<br />

de su presencia y, al pasar, Tarzán captó lo suficiente de su conversación como para<br />

inducirle a seguirlos, dispuesto a averiguar qué nueva indignidad estaban tramando.<br />

Había reconocido la voz de Rokoff y había observado que su acompañante era<br />

Paulvitch.<br />

Tarzán sólo pudo entender unas pocas palabras: -... Y si chilla puedes echarle las<br />

manos al cuello hasta que...<br />

Pocas, pero que bastaron para despertar el espíritu aventurero que anidaba en su<br />

interior, así que se mantuvo tras la pareja, que había avivado el paso por la cubierta, sin<br />

perderlos de vista. Los siguió hasta el salón de fumadores, pero los dos hombres se<br />

limitaron a hacer un alto en el umbral, donde sólo estuvieron el tiempo justo para, al<br />

parecer, cerciorarse de que allí dentro se encontraba la persona que deseaban tener<br />

localizada con absoluta seguridad.<br />

Después reanudaron la marcha, para encaminarse directamente a los camarotes de<br />

primera clase situados encima de la cubierta de paseo. Tarzán tuvo allí más dificultades<br />

para pasar inadvertido, pero lo consiguió. Cuando se detuvieron ante una de las<br />

pulimentadas puertas de madera, Tarzán se deslizó entre las sombras de un pasillo, a<br />

unos tres metros y medio de ellos.<br />

Uno de los hombres llamó a la puerta. Del interior llegó una voz femenina, que<br />

preguntó en francés:<br />

-¿Quién es?<br />

-Olga, soy yo... Nicolás -fue la respuesta, pronunciada en el tono gutural propio de<br />

Rokoff-. ¿Puedo pasar?<br />

-¿Por qué no dejas de perseguirme, Nicolás? -sonó la voz de la mujer a través de la<br />

delgada hoja de madera-. Jamás te hice daño.<br />

Vamos, vamos, Olga -instó el individuo en tono expiatorio-. No te pido más que<br />

intercambiar media docena de palabras contigo. No voy a causarte perjuicio alguno, ni<br />

siquiera entraré en tu camarote; pero lo que tengo que decirte no puedo gritártelo a<br />

través de la puerta.<br />

Tarzán oyó el chasquido del pestillo al descorrerlo por dentro. Salió de su escondrijo<br />

el tiempo suficiente para ver qué iba a ocurrir cuando se abriese la puerta, ya que no le<br />

era posible olvidar las siniestras palabras<br />

captadas poco antes en cubierta: «... Y si chilla, puedes echarle las manos al cuello<br />

hasta que...».<br />

Rokoff estaba de pie ante la puerta. Paulvitch se había aplastado contra el tabique<br />

revestido de paneles del corredor que se alargaba por el otro lado. Se abrió la puerta.<br />

Rokoff medio entró en el camarote y permaneció con la espalda contra la hoja de<br />

madera, mientras se dirigía a la mujer, hablándole en susurros. Tarzán no vio a la dama,<br />

pero en seguida oyó su voz, en tono normal, en un volumen lo bastante alto para<br />

permitirle distinguir las palabras.<br />

-No, Nicolás -decía-, es inútil. Por mucho que me amenaces, nunca accederé a tus<br />

exigencias. Haz el favor de salir del camarote; no tienes derecho a estar aquí. Prometiste<br />

que no ibas a entrar.<br />

-Muy bien, Olga, no entraré; pero antes de que haya acabado contigo lamentarás mil<br />

veces no haberme hecho este favor. De todas formas, al final habré conseguido lo que

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