El relojero ciego - Fieras, alimañas y sabandijas
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posición al duro trabajo. Si las manos del empleado de banca tienen alguno, se limitaría sólo a un pequeño callo en el dedo que utiliza para escribir. El principio del uso y del desuso capacita a los animales para mejorar en la tarea de sobrevivir, en su mundo, de una manera progresiva, durante su existencia, como resultado de vivir en ese mundo. Los hombres, mediante la exposición directa a la luz del sol. o la falta de la misma, desarrollan un color en la piel que les equipa mejor para sobrevivir en unas condiciones locales determinadas. Demasiado sol es peligroso. Los bañistas que toman el sol con entusiasmo, y tienen una piel pálida, son susceptibles de desarrollar un cáncer de piel. Demasiado poco sol, por otra parte, conduce a una deficiencia de vitamina D y al desarrollo de un raquitismo, que se observa a veces en niños negros que viven en Escandinavia. El pigmento oscuro melanina, que se sintetiza bajo la influencia del sol, constituye una pantalla que protege a los tejidos subyacentes de los efectos dañinos del exceso de luz solar. Si una persona bronceada se traslada a un clima menos soleado, la melanina desaparece, y el cuerpo es capaz de beneficiarse de la poca cantidad de sol que hay. Esto puede presentarse como un ejemplo del principio del uso y desuso: la piel se broncea cuando se usa, y palidece cuando no se usa. Algunas razas tropicales, por supuesto, heredan una gruesa pantalla de melanina, estén o no expuestos a la luz del sol como individuos. Volvamos al otro principio lamarckiano básico, la idea de que estas características adquiridas son heredadas por las futuras generaciones. Toda la evidencia sugiere que esta idea es falsa pero, a través de la mayor parte de la historia, se ha creído que era verdad. Lamarck no la inventó, sino que se limitó a incorporar la sabiduría popular de su tiempo. En algunos círculos todavía lo creen. Mi madre tenía un perro que padeció una cojera, mantenía elevada una de las patas traseras y renqueaba sobre las otras tres. Una vecina tenía un perro más viejo que había perdido una pala en un accidente de tráfico. Ella estaba convencida de que su perro debía de ser el padre del perro de mi madre, ya que, obviamente, había heredado su cojera. La sabiduría popular y los cuentos fantásticos están llenos de leyendas similares. Mucha gente cree, o le gustaría creer, en la herencia de las características adquiridas. Hasta este siglo era también la teoría dominante de la herencia entre biólogos serios. El propio Darwin creía en ella, pero no formó parte de su teoría de la evolución, de forma que su nombre no está unido a ella en nuestras mentes. Si se pone la herencia de las características junto con el prin cipio del uso y desuso, se tiene lo que parece una buena receta para una mejora evolutiva. Habítualmente se la denomina teoría lamarekiana de la evolución. Si varias generaciones sucesivas endurecen sus pies caminando descalzos sobre el árido suelo, cada generación, según esta teoría, tendrá una piel más dura que la anterior. Cada generación tendrá una ventaja sobre su predecesora. Al final, los niños nacerán con los pies ya endurecidos (de hecho, es así, aunque por diferentes razones como veremos). Si varias generaciones sucesivas toman el sol en el trópico, se broncearán más y más ya que, de acuerdo con la teoría lamarc¬ kista, cada generación heredará algo del bronceado de la generación anterior. Con el tiempo, nacerán negros (de nuevo, como lo hacen de hecho, aunque no por las razones lamarckianas). Los ejemplos legendarios son los brazos del herrero y el cuello de la jirafa. En los pueblos donde el herrero hereda el oficio de su padre, su abuelo y su bisabuelo, se pensaba que heredaba también unos músculos bien desarrollados. No sólo los heredaba sino que los desarrollaba más con el ejercicio, y pasaba estas mejoras a su hijo. Los antepasados de las jirafas, con cuellos cortos, necesitaban alcanzar las hojas altas de los árboles. Lucharon mucho tirando hacia arriba, estirando, así, los músculos y huesos del cuello. Cada generación terminó con un cuello un poco más largo que su predecesora, y pasó esta mejora al comienzo de la siguiente generación. Todos los avances evolutivos, de acuerdo con la teoría lamarckiana pura, siguen este patrón. El animal lucha por algo que necesita. Como resultado, las partes del cuerpo utilizadas en la lucha se desarrollan, o cambian en un sentido apropiado. Los cambios son heredados por la siguiente generación, y así continúa el proceso. Esta teoría tiene la ventaja de que es acumulativa; un ingrediente esencial de cualquier teoría de la evolución, si ésta tiene que cumplir su papel dentro de nuestra visión del mundo, como hemos visto. La teoría lamarekiana parece tener un gran atractivo emocional, para ciertos tipos de intelectuales y personas profanas en la materia. Una vez, se me acercó un colega, famoso historiador marxista, un hombre culto y estudioso. Comprendía, me dijo, que todos los hechos parecían estar en contra de la teoría de Lamarck, pero ¿no había, realmente, ninguna esperanza de que pudiese ser verdad? Le dije que, en mi opinión, no había ninguna, y lo aceptó con un pesar sincero, diciéndome que, por razones ideológicas, le hubiera gustado que el lamarekismo hubiese resultado cierto. Parecía ofrecer una esperanza tan positiva para mejorar la humanidad. George Bemard Shaw dedicó uno de sus enormes Prefacios (en Back to Methuselah: De vuelta a Methuselah) a una apasionada defensa de la herencia de las ca¬
actcrísticas adquiridas. Su caso no estaba basado en los conocimientos biológicos, de los que él admitía de buena gana que no tenia ninguno, sino en una aversión emocional hacia las implicaciones del darwinismo, ese «capítulo de accidentes»: parece simple, porque al principio uno no se da cuenta de lo que implica. Pero cuando se empieza a comprender todo su significado, el corazón se hunde en un montón de arena. Hay un horrible fatalismo en ello, una reducción atroz y detestable de la belleza y la inteligencia, de la fuerza y el propósito, del honor y las aspiraciones. Arthur Koestler fue otro distinguido hombre de letras que no podía tolerar lo que vio como implicaciones del darwinismo. Como dijo Stephen Gould, irónica pero correctamente, a través de sus últimos seis libros Koestler condujo «una campaña contra su propia comprensión errónea del darwinismo». Buscó refugio en una alternativa que para mí nunca estuvo clara, pero que puede interpretarse como una oscura versión del lamarckismo. Koestler y Shaw eran individualistas que pensaban para sí mismos. Sus excéntricos puntos de vista sobre la evolución no han tenido, probablemente, mucha influencia aunque recuerdo, para mi vergüenza, que mi propia apreciación del darwinismo como adolescente se retrasó un año al menos por la retórica fascinante de la lectura de la obra de Shaw De vuelta a Methuse¬ lah. El atractivo emocional del lamarekismo, y la hostilidad emocional concurrente hacia el darwinismo, ha tenido, a veces, un impacto más siniestro, a través de las ideologías poderosas utilizadas como sustituto del pensamiento. T. D. Lysenko era un cultivador de plantas de segunda fila, sin otra distinción que la conseguida en el campo de la política. Su fanatismo antimende¬ liano, y su creencia ferviente y dogmática en la herencia de las características adquiridas, habrían sido ignoradas en la mayoría de los países civilizados. Por desgracia, vivía en un país donde la ideología importaba más que la verdad científica. En 1940 lo nombraron director del Instituto de Genética de la Unión Soviética, y alcanzó una gran influencia. Sus ignorantes puntos de vista sobre genética llegaron a ser los únicos cuya enseñanza se permitió en las escuelas soviéticas durante una generación. A la agricultura se le hizo un daño incalculable. Muchos genetistas soviéticos famosos fueron prohibidos, enviados al exilio o encarcelados. Por ejemplo, N. I. Vavilov, un genetista de reputación mundial, murió de desnutrición en una celda sin ventanas, después de un largo juicio ridiculamente forjado sobre cargos tales como «espiar para los ingleses». No es posible probar que las características adquiridas no se hereden. Por la misma razón, no podemos probar que no existen las hadas. Todo lo que podemos decir es que nunca se ha confirmado que se hayan visto hadas, y que las fotografías que se han hecho de ellas son falsificaciones palpables. Lo mismo es cierto de las supuestas huellas humanas encontradas en el estrato de los dinosaurios en Texas. Cualquier afirmación categórica que yo haga en el sentido de que las hadas no existen es vulnerable a la posibilidad de que, un día, pueda ver una diminuta persona con alas finísimas en el fondo de mi jardín. El estado de la teoría de la herencia de las características adquiridas es similar. Casi todos los intentos para demostrar estos efectos han fracasado. De los que han tenido un éxito aparente, algunos han resultado ser falsificaciones; por ejemplo, la famosa inyección subcutánea de tinta china en el sapo partero, descrita por Arthur Koestler en su libro. El resto han fallado ante su puesta a prueba por parte de otros investigadores. Sin embargo, de la misma manera que alguien podría ver un día un duende al fondo del jardín estando sobrio y con una cámara en la mano, alguien podría llegar a probar que las características adquiridas se pueden heredar. Sin embargo, hay algo más que decir. Algunas cosas que no han sido observadas nunca de manera fiable son creíbles en tanto no pongan en duda alguna otra cosa más que conocemos. Por mi parte, no he visto ninguna buena prueba de que los plesiosaurios vivan hoy día en el lago Ness, pero mi visión del mundo no se vendría abajo si se encontrase uno. Simplemente, me sentiría sorprendido (y encantado), ya que no se conoce la existencia de fósiles de plesiosaurios en los últimos sesenta millones de años, y esto parece demasiado tiempo para que sobreviva una pequeña población vestigial. Pero ningún principio científico importante está en duda. Es una cuestión de hechos. Por otra parte, la ciencia ha amasado una buena comprensión de cómo funciona el universo, una comprensión que funciona bien para un amplio rango de fenómenos, y ciertas suposiciones serían incompatibles o, por lo menos, difíciles de reconciliar, con esta comprensión. Por ejemplo, esto es cierto sobre la afirmación, hecha a veces sobre una base bíblica falsa, de que el universo fue creado hace sólo unos 6 000 años. Esta teoría no sólo es falsa sino que es incompatible con la biología y la geología ortodoxas, con la teoría física de la radiactividad y con la cosmología (los cuerpos celestes situados a una distancia mayor de 6000 años luz no serían visibles, si no existiera algo con una antigüedad de más de 6000 años; la Vía Láctea no se detectaría, ni tampoco ninguno de los otros 100000 millones de galaxias, cuya existencia reconoce la moderna cosmología).
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actcrísticas adquiridas. Su caso no estaba basado en los conocimientos<br />
biológicos, de los que él admitía de buena gana que no<br />
tenia ninguno, sino en una aversión emocional hacia las implicaciones<br />
del darwinismo, ese «capítulo de accidentes»:<br />
parece simple, porque al principio uno no se da cuenta de lo<br />
que implica. Pero cuando se empieza a comprender todo su significado,<br />
el corazón se hunde en un montón de arena. Hay un<br />
horrible fatalismo en ello, una reducción atroz y detestable de la<br />
belleza y la inteligencia, de la fuerza y el propósito, del honor y<br />
las aspiraciones.<br />
Arthur Koestler fue otro distinguido hombre de letras que<br />
no podía tolerar lo que vio como implicaciones del darwinismo.<br />
Como dijo Stephen Gould, irónica pero correctamente, a través<br />
de sus últimos seis libros Koestler condujo «una campaña contra<br />
su propia comprensión errónea del darwinismo». Buscó refugio<br />
en una alternativa que para mí nunca estuvo clara, pero que<br />
puede interpretarse como una oscura versión del lamarckismo.<br />
Koestler y Shaw eran individualistas que pensaban para sí<br />
mismos. Sus excéntricos puntos de vista sobre la evolución no<br />
han tenido, probablemente, mucha influencia aunque recuerdo,<br />
para mi vergüenza, que mi propia apreciación del darwinismo<br />
como adolescente se retrasó un año al menos por la retórica<br />
fascinante de la lectura de la obra de Shaw De vuelta a Methuse¬<br />
lah. <strong>El</strong> atractivo emocional del lamarekismo, y la hostilidad emocional<br />
concurrente hacia el darwinismo, ha tenido, a veces, un<br />
impacto más siniestro, a través de las ideologías poderosas utilizadas<br />
como sustituto del pensamiento. T. D. Lysenko era un<br />
cultivador de plantas de segunda fila, sin otra distinción que la<br />
conseguida en el campo de la política. Su fanatismo antimende¬<br />
liano, y su creencia ferviente y dogmática en la herencia de las<br />
características adquiridas, habrían sido ignoradas en la mayoría<br />
de los países civilizados. Por desgracia, vivía en un país donde<br />
la ideología importaba más que la verdad científica. En 1940 lo<br />
nombraron director del Instituto de Genética de la Unión Soviética,<br />
y alcanzó una gran influencia. Sus ignorantes puntos de<br />
vista sobre genética llegaron a ser los únicos cuya enseñanza se<br />
permitió en las escuelas soviéticas durante una generación. A la<br />
agricultura se le hizo un daño incalculable. Muchos genetistas<br />
soviéticos famosos fueron prohibidos, enviados al exilio o encarcelados.<br />
Por ejemplo, N. I. Vavilov, un genetista de reputación<br />
mundial, murió de desnutrición en una celda sin ventanas,<br />
después de un largo juicio ridiculamente forjado sobre cargos<br />
tales como «espiar para los ingleses».<br />
No es posible probar que las características adquiridas no se<br />
hereden. Por la misma razón, no podemos probar que no existen<br />
las hadas. Todo lo que podemos decir es que nunca se ha confirmado<br />
que se hayan visto hadas, y que las fotografías que se han<br />
hecho de ellas son falsificaciones palpables. Lo mismo es cierto<br />
de las supuestas huellas humanas encontradas en el estrato de<br />
los dinosaurios en Texas. Cualquier afirmación categórica que yo<br />
haga en el sentido de que las hadas no existen es vulnerable a la<br />
posibilidad de que, un día, pueda ver una diminuta persona con<br />
alas finísimas en el fondo de mi jardín. <strong>El</strong> estado de la teoría de<br />
la herencia de las características adquiridas es similar. Casi todos<br />
los intentos para demostrar estos efectos han fracasado. De los<br />
que han tenido un éxito aparente, algunos han resultado ser falsificaciones;<br />
por ejemplo, la famosa inyección subcutánea de tinta<br />
china en el sapo partero, descrita por Arthur Koestler en su libro.<br />
<strong>El</strong> resto han fallado ante su puesta a prueba por parte de otros<br />
investigadores. Sin embargo, de la misma manera que alguien<br />
podría ver un día un duende al fondo del jardín estando sobrio<br />
y con una cámara en la mano, alguien podría llegar a probar<br />
que las características adquiridas se pueden heredar.<br />
Sin embargo, hay algo más que decir. Algunas cosas que no<br />
han sido observadas nunca de manera fiable son creíbles en tanto<br />
no pongan en duda alguna otra cosa más que conocemos. Por mi<br />
parte, no he visto ninguna buena prueba de que los plesiosaurios<br />
vivan hoy día en el lago Ness, pero mi visión del mundo<br />
no se vendría abajo si se encontrase uno. Simplemente, me sentiría<br />
sorprendido (y encantado), ya que no se conoce la existencia<br />
de fósiles de plesiosaurios en los últimos sesenta millones<br />
de años, y esto parece demasiado tiempo para que sobreviva una<br />
pequeña población vestigial. Pero ningún principio científico importante<br />
está en duda. Es una cuestión de hechos. Por otra parte,<br />
la ciencia ha amasado una buena comprensión de cómo funciona<br />
el universo, una comprensión que funciona bien para un amplio<br />
rango de fenómenos, y ciertas suposiciones serían incompatibles<br />
o, por lo menos, difíciles de reconciliar, con esta comprensión.<br />
Por ejemplo, esto es cierto sobre la afirmación, hecha<br />
a veces sobre una base bíblica falsa, de que el universo fue creado<br />
hace sólo unos 6 000 años. Esta teoría no sólo es falsa sino<br />
que es incompatible con la biología y la geología ortodoxas, con<br />
la teoría física de la radiactividad y con la cosmología (los cuerpos<br />
celestes situados a una distancia mayor de 6000 años luz<br />
no serían visibles, si no existiera algo con una antigüedad de<br />
más de 6000 años; la Vía Láctea no se detectaría, ni tampoco<br />
ninguno de los otros 100000 millones de galaxias, cuya existencia<br />
reconoce la moderna cosmología).