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LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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Todo porque... Bueno, ahora levántate, vé hasta allí y enciende el televisor.<br />

Willy tendió a Antonelli la toalla humeante, se acercó a la pared, encendió el televisor,<br />

lo escuchó zumbar, movió las perillas y esperó. En la pantalla cayó una nieve blanca.<br />

—Ahora prueba la radio —dijo Antonelli.<br />

Willy se sintió observado por todos mientras pasaba en el dial de la radio de una<br />

estación a otra. —Demonios —dijo al fin—, no funcionan, ni el televisor ni la radio.<br />

—No —dijo Antonelli simplemente.<br />

Willy se tendió de nuevo en el sillón y cerró los ojos. Antonelli se inclinó hacia adelante,<br />

respirando pesadamente.<br />

—Escucha —dijo—. Imagínate un sábado por la mañana, tarde, hace cuatro semanas;<br />

las mujeres y los niños con los ojos clavados en los payasos y magos de la TV. En los<br />

institutos de belleza, las mujeres con los ojos clavados en la moda de la TV. En las<br />

peluquerías y ferreterías, los hombres con los ojos clavados en un partido de béisbol o<br />

una partida de pesca. Todos, en todo el mundo civilizado, clavando los ojos. Ni un sonido,<br />

ni un movimiento, salvo en las pequeñas pantallas blancas y negras. Y entonces, en<br />

medio de todas esas miradas fijas... —Antonelli se detuvo para levantar una punta del<br />

paño ardiente.— <strong>La</strong>s manchas del sol —dijo.<br />

Willy se puso rígido.<br />

—<strong>La</strong>s manchas del sol más grandes de la historia de los mortales —continuó<br />

Antonelli—. Todo el mundo inundado por la electricidad. <strong>La</strong>s manchas limpiaron las<br />

pantallas de TV, las dejaron sin nada, y desde entonces, nada y nada.<br />

<strong>La</strong> voz de Antonelli era remota como la de un hombre que describe un paisaje ártico.<br />

Cubrió de espuma la cara de Willy sin mirar lo que hacía. Willy espió en el otro extremo<br />

del cuarto la nieve blanda que caía en la pantalla y zumbaba en un eterno invierno. Casi<br />

alcanzaba a oír un golpeteo de patas de conejo en todos los corazones de la peluquería.<br />

Antonelli continuó su oración fúnebre.<br />

—Nos llevó todo aquel primer día comprender lo que había ocurrido. Dos horas<br />

después de aquella primera tormenta provocada por las manchas solares, todos los<br />

técnicos de televisión de los Estados Unidos estaban en la calle. Cada uno pensaba que<br />

era sólo su propio aparato. Como las radios también estaban estropeadas, sólo esa<br />

noche, cuando los vendedores de diarios vocearon los titulares por las calles, como en los<br />

viejos tiempos, nos enteramos al fin. <strong>La</strong>s manchas solares quizá siguieran... ¡por el resto<br />

de nuestras vidas!<br />

Los parroquianos murmuraron.<br />

<strong>La</strong> mano de Antonelli que sostenía la navaja tembló. Tuvo que esperar.<br />

—Todo ese vacío, toda esa cosa hueca que caía y caía en el interior de nuestros<br />

televisores; oh, sé por qué te lo digo, les ponía a todos los nervios de punta. Era como un<br />

buen amigo que te habla en la habitación principal de la casa y de pronto calla y se queda<br />

allí, pálido, y tú sabes que está muerto y tú también empiezas a enfriarte. Esa primera<br />

noche todos corrieron a las salas de cine de la ciudad. <strong>La</strong>s películas no eran gran cosa,<br />

pero fue como un Gran Baile de Fantasía hasta medianoche. Los bares sirvieron<br />

doscientas sodas con vainilla, trescientas con chocolate, aquella primera noche de la<br />

Calamidad. Pero uno no puede pasarse todas las noches en el cine y el bar. ¿Entonces<br />

qué? ¿Telefonear a los parientes para una partida de canasta o de ludo?<br />

—Es como para perder la cabeza —observó Willy.<br />

—Claro, pero la gente tenía que salir de las casas embrujadas. Andar por los pasillos<br />

de tu casa era como pasar silbando junto a un cementerio. Todo ese silencio ...<br />

Willy se incorporó un poco. —Hablando de silencio ...<br />

—<strong>La</strong> tercera noche —dijo Antonelli rápidamente—, todavía estábamos conmocionados.<br />

Nos salvó de la locura total una mujer. En alguna parte de esta ciudad esa mujer salió de<br />

su casa y volvió un minuto después. En una mano tenía un pincel. Y en la otra ...<br />

—Un balde de pintura —dijo Willy.

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