LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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09.05.2013 Views

Y dándose vuelta el niño corrió al océano y se quedó allí llorando a gritos. La mujer se incorporó para seguirlo pero el marido la detuvo. —No, déjalo. Y luego los dos se tranquilizaron y callaron. El niño, allá abajo en la playa, llorando siempre, escribía ahora en un trozo de papel y lo metía en la botella de gaseosa y ponía la tapita de lata y tomando impulso arrojaba la botella al aire, a las aguas del mar. ¿Qué, pensó la mujer, qué escribió Jim en la nota? ¿Qué hay en la botella? La botella se movía en las olas. El niño dejó de llorar. Al cabo de un rato subió por la costa, y se detuvo mirando a sus padres. La cara del niño no era ni brillante ni oscura ni viva ni muerta, ni expectante ni resignada; parecía una mezcla rara que tenía alguna relación con el tiempo, el clima y esa gente. El hombre y la mujer lo miraron, y miraron más allá a la bahía donde la botella que llevaba la nota era ahora apenas visible, brillando en el agua. ¿Escribió Jim lo que nosotros necesitamos? pensó la mujer. ¿Escribió lo que nos oyó desear, decir? ¿O escribió algo sólo para sí mismo, se preguntó la mujer, que mañana a la mañana cuando despierte se encuentre en un mundo desierto, sin nadie alrededor, ningún hombre, ninguna mujer, ningún padre, ninguna madre, ningún adulto insensato dominado por deseos insensatos, para así poder subir hasta las vías y tomar la zorra de motor, un niño solitario que atraviesa las extensiones continentales, en viajes y picnics eternos? ¿Es eso lo que Jim escribió en la nota? La mujer miró los ojos descoloridos de Jim, y no pudo leer la respuesta, y no se atrevió a preguntar. Las sombras de las gaviotas se cernían en lo alto y les tocaban las caras en una repentina y breve frescura. —Es hora de irse —dijo alguien. Cargaron la canasta en la zorra. La mujer se sujetó el sombrero con la cinta amarilla, dejaron el balde de caracoles en el piso, y luego el marido se puso la corbata, el chaleco, la chaqueta, el sombrero, y todos se sentaron en los bancos de la zorra mirando el mar donde la nota embotellada estaba ya muy lejos, parpadeando, en el horizonte. —¿Basta con pedir? —dijo el niño—. ¿Los deseos se cumplen? —A veces... demasiado bien. —Depende de lo que pidas. El niño asintió, los ojos perdidos a lo lejos. Miraron hacia atrás el sitio de donde habían venido, y luego adelante el sitio a donde iban. —Adiós, lugar —dijo el niño, saludando con la mano. La zorra rodó sobre los rieles oxidados. El sonido del motor se perdió en la distancia, apagándose. El hombre, la mujer, el niño desaparecieron poco a poco entre las lomas. Poco después, los rieles temblaron débilmente durante dos minutos y luego callaron. Una escama de óxido cayó al suelo. Una flor inclinó la cabeza. El estruendo del mar subía a la costa. EL TAMBOR DE SHILOH En la noche de abril, más de una vez, los capullos caían de los árboles de la huerta y golpeaban apenas la piel del tambor. A medianoche un durazno endurecido que había quedado milagrosamente en una rama todo el invierno, fue rozado por un pájaro, cayó rápido e invisible, golpeó una vez, como un pánico, y el niño se sobresaltó,

Y dándose vuelta el niño corrió al océano y se quedó allí llorando a gritos.<br />

<strong>La</strong> mujer se incorporó para seguirlo pero el marido la detuvo. —No, déjalo.<br />

Y luego los dos se tranquilizaron y callaron. El niño, allá abajo en la playa, llorando<br />

siempre, escribía ahora en un trozo de papel y lo metía en la botella de gaseosa y ponía<br />

la tapita de lata y tomando impulso arrojaba la botella al aire, a las aguas del mar.<br />

¿Qué, pensó la mujer, qué escribió Jim en la nota? ¿Qué hay en la botella?<br />

<strong>La</strong> botella se movía en las olas.<br />

El niño dejó de llorar.<br />

Al cabo de un rato subió por la costa, y se detuvo mirando a sus padres. <strong>La</strong> cara del<br />

niño no era ni brillante ni oscura ni viva ni muerta, ni expectante ni resignada; parecía una<br />

mezcla rara que tenía alguna relación con el tiempo, el clima y esa gente. El hombre y la<br />

mujer lo miraron, y miraron más allá a la bahía donde la botella que llevaba la nota era<br />

ahora apenas visible, brillando en el agua.<br />

¿Escribió Jim lo que nosotros necesitamos? pensó la mujer. ¿Escribió lo que nos oyó<br />

desear, decir?<br />

¿O escribió algo sólo para sí mismo, se preguntó la mujer, que mañana a la mañana<br />

cuando despierte se encuentre en un mundo desierto, sin nadie alrededor, ningún<br />

hombre, ninguna mujer, ningún padre, ninguna madre, ningún adulto insensato dominado<br />

por deseos insensatos, para así poder subir hasta las vías y tomar la zorra de motor, un<br />

niño solitario que atraviesa las extensiones continentales, en viajes y picnics eternos?<br />

¿Es eso lo que Jim escribió en la nota?<br />

<strong>La</strong> mujer miró los ojos descoloridos de Jim, y no pudo leer la respuesta, y no se atrevió<br />

a preguntar.<br />

<strong>La</strong>s sombras de las gaviotas se cernían en lo alto y les tocaban las caras en una<br />

repentina y breve frescura.<br />

—Es hora de irse —dijo alguien.<br />

Cargaron la canasta en la zorra. <strong>La</strong> mujer se sujetó el sombrero con la cinta amarilla,<br />

dejaron el balde de caracoles en el piso, y luego el marido se puso la corbata, el chaleco,<br />

la chaqueta, el sombrero, y todos se sentaron en los bancos de la zorra mirando el mar<br />

donde la nota embotellada estaba ya muy lejos, parpadeando, en el horizonte.<br />

—¿Basta con pedir? —dijo el niño—. ¿Los deseos se cumplen?<br />

—A veces... demasiado bien.<br />

—Depende de lo que pidas.<br />

El niño asintió, los ojos perdidos a lo lejos.<br />

Miraron hacia atrás el sitio de donde habían venido, y luego adelante el sitio a donde<br />

iban.<br />

—Adiós, lugar —dijo el niño, saludando con la mano.<br />

<strong>La</strong> zorra rodó sobre los rieles oxidados. El sonido del motor se perdió en la distancia,<br />

apagándose. El hombre, la mujer, el niño desaparecieron poco a poco entre las lomas.<br />

Poco después, los rieles temblaron débilmente durante dos minutos y luego callaron.<br />

Una escama de óxido cayó al suelo. Una flor inclinó la cabeza.<br />

El estruendo del mar subía a la costa.<br />

EL TAMBOR <strong>DE</strong> SHILOH<br />

En la noche de abril, más de una vez, los capullos caían de los árboles de la huerta y<br />

golpeaban apenas la piel del tambor. A medianoche un durazno endurecido que había<br />

quedado milagrosamente en una rama todo el invierno, fue rozado por un pájaro, cayó<br />

rápido e invisible, golpeó una vez, como un pánico, y el niño se sobresaltó,

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