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LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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<strong>La</strong>ughton.<br />

—¡Basta! Usted es un fanático, como todos los irlandeses. Si no fuera por los cines y<br />

las tabernas que sacan de la calle a los pobres y a los desocupados y los retienen en la<br />

viña del señor, hace tiempo que hubiéramos quitado el corcho y la isla se hubiera<br />

hundido. Bueno. —Golpeó las manos.— Cuando la película termina cada noche, ¿ha<br />

observado usted la peculiaridad de la raza?<br />

—¿Cuando termina la película? —pensé—, ¡Espere! Usted no se refiere al Himno<br />

nacional, ¿verdad?<br />

—¿Que no, muchachos? —exclamó Timulty.<br />

—¡Que sí! —exclamaron todos.<br />

—Cada noche, todas las noches desde hace diez años horribles, al final de cualquier<br />

maldita película, como si uno nunca hubiese oído hasta entonces la melodía calamitosa<br />

—se lamentó Timulty— la orquesta sale con el Himno de Irlanda. ¿Y qué ocurre<br />

entonces?<br />

—Bueno —dije, cayendo en la cuenta—, si usted es un hombre de verdad, trata de salir<br />

de la sala en los preciosos momentos comprendidos entre el final de la película y el<br />

comienzo del Himno.<br />

—¡Ha dado en el clavo!<br />

—¡Un trago para el yanqui!<br />

—Después de todo —dije con soltura— estoy en Dublín desde hace ya cuatro meses.<br />

El Himno ha empezado a palidecer. Sin faltar al respeto —añadí apresuradamente.<br />

—¡No faltaría más! —dijo Timulty— No lo aceptaría ninguno de nosotros, patriotas<br />

veteranos del EIP, sobrevivientes de los Conflictos y amantes de nuestro país. Pero el<br />

hecho de respirar el mismo aire diez mil veces le hace perder a uno el sentido. De modo<br />

que, como usted ha observado, en el intervalo de tres o cuatro segundos enviados por<br />

Dios, todo el público en su sano juicio se manda mudar. Y el mejor de todos es...<br />

—Doone —dije—. O bien Hoolihan. ¡Los corredores del Himno!<br />

Me sonrieron. Les sonreí.<br />

Estábamos todos tan orgullosos de mi intuición que les pagué una vuelta de Guinness.<br />

<strong>La</strong>miendo la espuma de los labios, nos miramos entre todos con benevolencia.<br />

—Ahora —dijo Timulty, la voz alterada por la emoción, contemplando con los ojos<br />

entrecerrados la escena—, en este mismo momento, a menos de cien metros, bajando<br />

por la colina, en la confortable oscuridad del Cine Grafton Street, sentado en el pasillo, fila<br />

cuatro, al centro, está...<br />

—Doone —dije.<br />

—Este hombre es brujo —dijo Hoolihan, levantando la gorra en mi homenaje.<br />

—Bueno. —Timulty se tragó su incredulidad.— Doone está allí. No ha visto antes la<br />

película, es una de Deanna Durbin que dan a pedido y este es el momento...<br />

Todo el mundo miró el reloj de pared.<br />

—¡<strong>La</strong>s diez! —dijeron a coro.<br />

—Y dentro de quince minutos justos el cine dejará salir a los clientes.<br />

—¿Y? pregunté.<br />

—Y —dijo Timulty—. ¡Y! Si lo mandamos a Hoolihan para una prueba de velocidad y<br />

agilidad, Doone estará dispuesto a aceptar el desafío.<br />

—Pero no fue al cine sólo para la Carrera del Himno, ¿verdad?<br />

—Por Dios, no. Fue por las canciones de Deanna Durbin y todo. Doone toca el piano<br />

aquí, para ganarse la vida. Pero si por casualidad observa la entrada de Hoolihan, quien<br />

se hará notar llegando tarde y sentándose justo frente a Doone, bueno, Doone sabe qué<br />

pasa. Se saludarán los dos y los dos se sentarán a escuchar la amada música hasta que<br />

aparezca a la vista el FINIS.<br />

—Claro. —Hoolihan bailaba ligeramente sobre las puntas de los pies, doblando los<br />

codos.— ¡Que me lo traigan, que me lo traigan!

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