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LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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sola. <strong>La</strong> examinó, la saludó con la cabeza y se sentó en la otra punta del banco, sin volver<br />

a mirarla.<br />

Allí se quedó, los ojos cerrados, moviendo la boca, durante tres minutos, balanceando<br />

la cabeza como si la nariz estuviese imprimiendo una sola palabra en el aire. Una vez<br />

escrita, abrió la boca para pronunciarla con una voz clara, fina:<br />

—Café.<br />

<strong>La</strong> mujer se sofocó y se puso rígida.<br />

En una pantomima el viejo dejó caer los dedos nudosos sobre el regazo invisible.<br />

—¡Dé vuelta la llave! ¡<strong>La</strong>ta roja brillante, de letras amarillas! Aire comprimido. ¡Silbido!<br />

Cierre al vacío. ¡Ssst! ¡Como una serpiente!<br />

<strong>La</strong> mujer giró bruscamente la cabeza como si la hubieran abofeteado, y miró<br />

horriblemente fascinada la lengua que se movía.<br />

—El perfume, el olor, el aroma. ¡Ricos, oscuros, fabulosos granos de Brasil, recién<br />

molidos!<br />

De un salto, la mujer se puso de pie, trastabillando como si le hubiesen pegado un tiro,<br />

y se fue, tambaleándose.<br />

El viejo abrió desmesuradamente los ojos.<br />

—¡No! Yo...<br />

Pero la mujer se alejaba corriendo, desapareció.<br />

El viejo suspiró y caminó por el parque hasta llegar a un banco donde estaba sentado<br />

un hombre joven totalmente abstraído en la tarea de envolver hierba seca en un<br />

cuadradito de papel fino. Los dedos delgados modelaban tiernamente la hierba casi en un<br />

ritual sagrado, temblando mientras hacían el rollo, lo llevaban a la boca e hipnóticamente<br />

lo encendían. El joven se echó hacia atrás, los ojos entrecerrados de deleite, en<br />

comunicación con el extraño aire rancio en la boca y los pulmones.<br />

El viejo miró el humo que volaba en el viento de mediodía y dijo: —Chesterfield.<br />

El joven se apretó las rodillas.<br />

—Raleigh —dijo el viejo— Lucky Strike.<br />

El joven lo miró fijo.<br />

—Kent. Kool. Marlboro —dijo el viejo, sin volverse— . Así se llamaban. Paquetes<br />

blancos, rojos, ambarinos, verde tierno, celeste, oro puro, con la elegante cintita colorada<br />

alrededor para sacar el celofán arrugado, y la estampilla azul de impuestos del gobierno...<br />

—Cállese —dijo el joven.<br />

—Se compraban en las cafeterías, los bares, los subterráneos...<br />

—¡Cállese!<br />

—Despacito —dijo el viejo—. Pero es que ese humo de usted me hizo pensar...<br />

—¡No piense! —El joven se sobresaltó tanto que el cigarrillo casero se le deshizo en<br />

briznas sobre el regazo. —¡Mire lo que me hizo hacer!<br />

—Lo siento. Era un día de tan buenos amigos.<br />

—¡Yo no soy un amigo!<br />

—Todos somos amigos ahora, ¿o para qué vivimos?<br />

—¿Amigos? —resopló el joven, recogiendo inútilmente los filamentos y el papel—.<br />

Quizá había amigos en 1970, pero ahora...<br />

—1970. Usted sería un chico entonces. Todavía había galletitas Butterfingers en<br />

envoltorios de color amarillo Caramelos y chocolates: Baby Ruths, Clark Bars en papel<br />

anaranjado, Milky Ways... para tragarse un universo de estrellas, cometas, meteoros.<br />

Lindo.<br />

—Nunca fue lindo. —El joven se puso súbitamente de pie.— ¿Qué le pasa?<br />

—Me acuerdo de las limas y los limones, eso es lo que me pasa. ¿Se acuerda de las<br />

naranjas?<br />

—Maldita sea. Qué naranjas ni qué diablos. ¿Me está llamando mentiroso? ¿Quiere<br />

que me enferme? ¿Está chiflado? ¿No conoce la ley? ¿Sabe que puedo hacer que lo

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