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LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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cómo tengo que gobernar a los vivos. Tu jurisdicción termina en la puerta del cementerio.<br />

Más allá están mis ciudadanos, silenciosos o no. De modo que...<br />

Ricardo dio un último golpe en el pecho hueco de la figura erguida. El sonido que se<br />

oyó fue el de un latido de corazón, un golpe fuerte y vibrante que sobresaltó al<br />

sepulturero.<br />

—Declaro oficialmente que esto es una falsificación, un juguete, no una momia.<br />

Estamos perdiendo el tiempo aquí. Vamos, ciudadano sepulturero. ¡Vuelve a tu propia<br />

tierra! Buenas noches, hijos de Filomena, Filomena, mi buena prima.<br />

—¿Y qué pasa con eso, qué pasa con ese? —dijo el sepulturero inmóvil señalando.<br />

—¿Por qué te preocupas? —preguntó Ricardo—. No se irá a ninguna parte. Aquí se<br />

queda, si quieres aplicarle la ley. ¿Lo ves correr? No. Buenas noches. Buenas noches.<br />

<strong>La</strong> puerta se cerró de golpe. Se habían ido antes que Filomena pudiera tender la mano<br />

para agradecer a alguien.<br />

Se movió en la oscuridad para poner una vela al pie del alto, seco, oscuro envoltorio de<br />

silencio. Esto era ahora un santuario, ahora, pensó, sí. Encendió la vela.<br />

—No teman, chicos —murmuró—. Duerman ahora. Duerman. —Y Felipe se acostó y<br />

los otros se tendieron, y al final Filomena misma se tendió con una sola manta delgada<br />

encima, sobre un jergón a la luz de la única vela, y antes de que entrara en el sueño sus<br />

pensamientos fueron largos pensamientos de los muchos días que componían el<br />

siguiente. Por la mañana, pensó, el ómnibus de los turistas tocaría bocina en el camino y<br />

Felipe se metería entre ellos para hablarles del lugar. Y en la puerta, por el lado de afuera,<br />

habría pintada una inscripción: Museo - 30 centavos. Y los turistas vendrían, porque el<br />

cementerio queda en la colina, pero nosotros estamos primero, estamos aquí en el valle, y<br />

al alcance de la mano y fáciles de encontrar. Y muy pronto, un día, con ese dinero de los<br />

turistas, arreglaremos el techo y compraremos grandes bolsas de harina de trigo fresco, y<br />

algunas mandarinas para los chicos, sí. Y quizá un día vayamos a la Ciudad de México a<br />

las grandes escuelas gracias a lo que ha ocurrido esta noche.<br />

Porque Juan Díaz está realmente en su casa, pensó. Ahí está, esperando que vengan<br />

a verlo. Y pondré un plato a sus pies donde los turistas dejarán más dinero del que Juan<br />

Díaz trató de ganar con tanto trabajo toda su vida.<br />

Juan. Levantó los ojos. <strong>La</strong> respiración de los niños extendía un calor de hogar<br />

alrededor. Juan, ¿ves? ¿Sabes? ¿Entiendes de veras? ¿Perdonas, Juan, perdonas?<br />

<strong>La</strong> llama de la vela vaciló.<br />

Filomena cenó los ojos. Detrás de los párpados vio la sonrisa de Juan Díaz, y no pudo<br />

decir si era la sonrisa que la muerte le había impreso en los labios o si era una nueva<br />

sonrisa que ella le había dado o imaginado para él. Le bastaba sentir que él estaba allí,<br />

alto y solo, en guardia, velando por ellos y orgulloso por el resto de la noche.<br />

Un perro ladró lejos en un pueblo sin nombre.<br />

Sólo lo oyó el sepulturero, desvelado en el cementerio.<br />

AL ABISMO <strong>DE</strong> CHICAGO<br />

Bajo un pálido cielo de abril, y un viento débil que soplaba desde el recuerdo del<br />

invierno, el viejo entró arrastrando los pies en el parque casi desierto a mediodía. Llevaba<br />

los pies envueltos en vendas manchadas de nicotina, el pelo revuelto, largo y gris como la<br />

barba que circundaba una boca temblorosa, siempre en el umbral de alguna revelación.<br />

Miró hacia atrás como si hubiera perdido tantas cosas que no podía empezar a<br />

imaginar allí entre las ruinas caídas, el horizonte desdentado de la ciudad. Como no<br />

encontró nada, siguió arrastrando los pies hasta dar con un banco donde había una mujer

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