LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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09.05.2013 Views

contra la pared. Levantó la linterna.— Aja —dijo—. Aja. Filomena miraba la puerta abierta a la última luz de la luna. —Mi plan para esta momia que he hecho con mis propias manos es bueno. —¿Qué plan, qué plan? —preguntó el sepulturero, volviéndose. —Tendremos dinero para comer. ¿Le negarás esto a mis hijos? Pero Ricardo no escuchaba. Cerca de la pared distante, inclinaba la cabeza a un lado y a otro, se frotaba la barbilla, miraba de reojo la alta forma envuelta en su propia sombra, encerrada en su propio silencio, apoyada contra el adobe. —Un juguete —murmuró Ricardo—. El juguete fúnebre más grande que he visto jamás. He visto esqueletos de tamaño humano en los escaparates, y ataúdes de tamaño humano hechos de cartón y llenos de calaveras de azúcar, sí. ¡Pero éste! Estoy pasmado, Filomena. —¿Pasmado? —dijo el sepulturero, con una voz que se convertía en un chillido—. Esto no es un juguete, esto es... —¿Lo juras, Filomena? —dijo Ricardo, sin mirar al sepulturero. Tendió una mano y golpeó unas cuantas veces en el pecho color herrumbre de la figura. El sonido que salió era como el de un tambor solitario—. ¿Juras que es papel maché? —Lo juro por la Virgen. —Está bien, entonces. —Ricardo se encogió de hombros, resopló, rió.— Es sencillo. Si juras por la Virgen, ¿qué más se puede decir? No hace falta una acción judicial. Además, llevaría semanas o meses probar o refutar que esto es o no es una cosa de pasta de harina y papeles viejos coloreados con tierra oscura. —¡Semanas, meses, probar, refutar! —El sepulturero daba vueltas en círculo como mostrando que la salud mental del universo era imposible entre aquellas cuatro paredes.— ¡Ese juguete me pertenece, es mío! —El juguete —dijo Filomena serenamente, contemplando las lomas—, si es que es un juguete y hecho por mí, tiene que ser mío. Y aunque —prosiguió, conversando tranquilamente con la nueva reserva de paz que tenía en el cuerpo—, aunque no sea un juguete y sea verdaderamente Juan Díaz que ha vuelto a casa, ¿acaso Juan Díaz no pertenece primero a Dios? —¿Cómo se puede discutir eso? —preguntó Ricardo. El sepulturero estaba dispuesto a intentarlo. Pero antes que hubiera balbuceado media docena de palabras, Filomena dijo: —Y ante Dios, ante los ojos de Dios y en el altar de Dios y en la iglesia de Dios, uno de los días más sagrados de Dios, ¿no dijo Juan Díaz que sería mío todos los días de su vida? —¡Todos los días de su vida... ah, ja, ja, ahí te pesqué! —dijo el sepulturero—. ¡Pero los días de su vida han terminado y ahora es mío! —Así que —dijo Filomena—, propiedad de Dios primero y propiedad de Filomena Díaz después, siempre, que este juguete no sea un juguete y sea Juan Díaz, y de todos modos, señor propietario de los muertos, tú has desalojado a tu inquilino, llegaste a decir que no querías nada con él; si lo amas tan tiernamente y lo quieres, ¿pagarás el nuevo alquiler y lo alojarás de nuevo? Pero el señor propietario del silencio estaba tan sofocado por la cólera, que le dio tiempo de intervenir a Ricardo. —Cavador de tumbas, veo muchos meses y muchos abogados, y muchos puntos que discutir de esta manera y de aquella, entre otros, la propiedad, las fábricas de juguetes, Dios, Filomena, el tal Juan Díaz dondequiera que esté, niños famélicos, la conciencia de un cavador de tumbas y todas las complicaciones que traen aparejadas las cosas de la muerte. Dadas las circunstancias, ¿estás preparado para esos largos años de idas y venidas por los tribunales? —Estoy preparado... —dijo el sepulturero, y calló. —Buen hombre —dijo Ricardo—, la otra noche me diste un buen consejo, que ahora te devuelvo. No te diré cómo tienes que gobernar a tus muertos. Pero ahora no me digas

contra la pared. Levantó la linterna.— Aja —dijo—. Aja.<br />

Filomena miraba la puerta abierta a la última luz de la luna. —Mi plan para esta momia<br />

que he hecho con mis propias manos es bueno.<br />

—¿Qué plan, qué plan? —preguntó el sepulturero, volviéndose.<br />

—Tendremos dinero para comer. ¿Le negarás esto a mis hijos?<br />

Pero Ricardo no escuchaba. Cerca de la pared distante, inclinaba la cabeza a un lado y<br />

a otro, se frotaba la barbilla, miraba de reojo la alta forma envuelta en su propia sombra,<br />

encerrada en su propio silencio, apoyada contra el adobe.<br />

—Un juguete —murmuró Ricardo—. El juguete fúnebre más grande que he visto jamás.<br />

He visto esqueletos de tamaño humano en los escaparates, y ataúdes de tamaño humano<br />

hechos de cartón y llenos de calaveras de azúcar, sí. ¡Pero éste! Estoy pasmado,<br />

Filomena.<br />

—¿Pasmado? —dijo el sepulturero, con una voz que se convertía en un chillido—. Esto<br />

no es un juguete, esto es...<br />

—¿Lo juras, Filomena? —dijo Ricardo, sin mirar al sepulturero. Tendió una mano y<br />

golpeó unas cuantas veces en el pecho color herrumbre de la figura. El sonido que salió<br />

era como el de un tambor solitario—. ¿Juras que es papel maché?<br />

—Lo juro por la Virgen.<br />

—Está bien, entonces. —Ricardo se encogió de hombros, resopló, rió.— Es sencillo. Si<br />

juras por la Virgen, ¿qué más se puede decir? No hace falta una acción judicial. Además,<br />

llevaría semanas o meses probar o refutar que esto es o no es una cosa de pasta de<br />

harina y papeles viejos coloreados con tierra oscura.<br />

—¡Semanas, meses, probar, refutar! —El sepulturero daba vueltas en círculo como<br />

mostrando que la salud mental del universo era imposible entre aquellas cuatro<br />

paredes.— ¡Ese juguete me pertenece, es mío!<br />

—El juguete —dijo Filomena serenamente, contemplando las lomas—, si es que es un<br />

juguete y hecho por mí, tiene que ser mío. Y aunque —prosiguió, conversando<br />

tranquilamente con la nueva reserva de paz que tenía en el cuerpo—, aunque no sea un<br />

juguete y sea verdaderamente Juan Díaz que ha vuelto a casa, ¿acaso Juan Díaz no<br />

pertenece primero a Dios?<br />

—¿Cómo se puede discutir eso? —preguntó Ricardo.<br />

El sepulturero estaba dispuesto a intentarlo. Pero antes que hubiera balbuceado media<br />

docena de palabras, Filomena dijo: —Y ante Dios, ante los ojos de Dios y en el altar de<br />

Dios y en la iglesia de Dios, uno de los días más sagrados de Dios, ¿no dijo Juan Díaz<br />

que sería mío todos los días de su vida?<br />

—¡Todos los días de su vida... ah, ja, ja, ahí te pesqué! —dijo el sepulturero—. ¡Pero<br />

los días de su vida han terminado y ahora es mío!<br />

—Así que —dijo Filomena—, propiedad de Dios primero y propiedad de Filomena Díaz<br />

después, siempre, que este juguete no sea un juguete y sea Juan Díaz, y de todos<br />

modos, señor propietario de los muertos, tú has desalojado a tu inquilino, llegaste a decir<br />

que no querías nada con él; si lo amas tan tiernamente y lo quieres, ¿pagarás el nuevo<br />

alquiler y lo alojarás de nuevo?<br />

Pero el señor propietario del silencio estaba tan sofocado por la cólera, que le dio<br />

tiempo de intervenir a Ricardo. —Cavador de tumbas, veo muchos meses y muchos<br />

abogados, y muchos puntos que discutir de esta manera y de aquella, entre otros, la<br />

propiedad, las fábricas de juguetes, Dios, Filomena, el tal Juan Díaz dondequiera que<br />

esté, niños famélicos, la conciencia de un cavador de tumbas y todas las complicaciones<br />

que traen aparejadas las cosas de la muerte. Dadas las circunstancias, ¿estás preparado<br />

para esos largos años de idas y venidas por los tribunales?<br />

—Estoy preparado... —dijo el sepulturero, y calló.<br />

—Buen hombre —dijo Ricardo—, la otra noche me diste un buen consejo, que ahora te<br />

devuelvo. No te diré cómo tienes que gobernar a tus muertos. Pero ahora no me digas

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