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LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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estallidos amenazadores, de modo que los perros bailaban y ladraban en los caminos<br />

desiertos.<br />

El cementerio resplandecía, todo blancura, todo nieve marmórea, todo chispas y<br />

centellas de grava dura, como una eterna granizada que crujía bajo los pies mientras<br />

Filomena y Felipe se llevaban consigo sus sombras, de tinta negra, y nítidas bajo la luna<br />

sin nubes. Echaron sobre los hombros una mirada aprensiva, pero nadie gritó ¡Alto!<br />

Habían visto al sepulturero moverse, la sombra le había quitado los pies, bajaba la colina<br />

en respuesta a una convocación nocturna. Ahora: —¡Rápido Felipe, la cerradura! —<br />

Juntos insertaron una larga varilla de metal entre las aldabas del candado y las puertas de<br />

madera que se apoyaban en la tierra seca. Juntos la sujetaron y empujaron. <strong>La</strong> madera se<br />

hendió. <strong>La</strong>s aldabas del candado saltaron. Juntos abrieron las puertas enormes. Juntos<br />

atisbaron hacia abajo en la noche más oscura, más silenciosa de todas. Abajo, la<br />

catacumba esperaba.<br />

Filomena enderezó los hombros y tomó aliento.<br />

—Vamos.— Y apoyó el pie en el primer peldaño.<br />

En la casa de adobe de Filomena Díaz, los hijos dormían tirados aquí o allá en el<br />

cuarto frío y nocturno, animándose entre ellos con el sonido de la cálida respiración.<br />

De pronto abrieron los ojos.<br />

Unas pisadas, lentas e irregulares, raspaban afuera el empedrado. <strong>La</strong> puerta se abrió<br />

de golpe. Por un instante las siluetas de tres personas asomaron en el cielo blanco del<br />

otro lado de la puerta. Uno de los niños se sentó y encendió una cerilla.<br />

—¡No! —Filomena tendió una mano y arrebató la cerilla, apagándola. <strong>La</strong> cerilla cayó al<br />

suelo. Filomena jadeó. <strong>La</strong> puerta se golpeó. En la habitación había una negrura sólida. A<br />

esa negrura habló por fin Filomena:<br />

—No enciendan velas. Papá ha vuelto a casa.<br />

Los golpes sordos, insistentes, machacones sacudieron la puerta a medianoche.<br />

Filomena la abrió.<br />

El sepulturero le gritó casi en la cara. —¡Estás aquí! ¡<strong>La</strong>drona! ¡<strong>La</strong>drona!<br />

Detrás de él llegó Ricardo, que parecía muy ajado y muy cansado y muy viejo. —Prima,<br />

permítenos, lo siento. Este amigo nuestro...<br />

—No soy el amigo de nadie —gritó el sepulturero—. Han roto una cerradura y han<br />

robado un cadáver. Conocer la identidad del cadáver es conocer al ladrón. Lo único que<br />

pude hacer es traerte aquí. Arréstala.<br />

—Un momentito, por favor. —Ricardo se sacó del brazo la mano del hombre y se<br />

volvió, haciendo una grave inclinación a su prima.— ¿Podemos entrar?<br />

—¡Vamos, vamos! —El sepulturero cruzó la puerta de un salto, miró aturdido alrededor<br />

y señaló una pared distante.— ¿Lo ves?<br />

Pero Ricardo sólo miraba a la mujer. Con mucha suavidad le preguntó: —¿Filomena?<br />

<strong>La</strong> cara de Filomena era la de quien ha recorrido un largo túnel por la noche y ha<br />

llegado al fin a la otra punta, donde vive una sombra del día siguiente. Tenía los ojos<br />

preparados. <strong>La</strong> boca ya sabía qué hacer. Todo el terror había desaparecido. Lo que<br />

quedaba era una luz tan grande como el montón de paja otoñal que había bajado de la<br />

colina con su buen hijo. Nada más podía ocurrirle en la vida; uno lo sabía viendo cómo se<br />

erguía ella diciendo: —Aquí no tenemos ninguna momia.<br />

—Te creo, prima, pero... —Ricardo se aclaró la garganta incómodo y levantó los ojos—<br />

, ¿qué es lo que hay allí contra la pared?<br />

—Para celebrar el día de los muertos —Filomena no se volvió para mirar lo que él<br />

estaba mirando— tomé papel, harina, alambre y arcilla, y fabriqué un juguete de tamaño<br />

natural que parece una momia.<br />

—¿De veras hiciste eso? —preguntó Ricardo, impresionado.<br />

—¡No, no! —El sepulturero bailaba de exasperación.<br />

—Con tu permiso. —Ricardo se adelantó para mirar de frente la figura que estaba

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