LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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09.05.2013 Views

¿Qué clase de muerte es esta, en la cama? —Shhh. —Ella apoyó la mano fresca sobre la boca caliente. Pero él hablaba debajo de los dedos.— ¿Qué ha sido nuestro matrimonio sino hambre y enfemedad y ahora nada? ¡Ah, Dios, eres una buena mujer, y no te dejo ni siquiera para mi entierro! Y al final había apretado los dientes y clamado a la oscuridad y se había quedado muy quieto al resplandor caliente de la vela y había tomado las manos de ella en las suyas y las había sujetado y pronunció sobre ellas un juramento, con un religioso fervor. —Filomena, escucha. Estaré contigo. Aunque no te haya protegido en vida, te protegeré en la muerte. Aunque no te haya alimentado en vida, en la muerte te daré de comer. Aunque haya sido pobre, no seré pobre en la tumba. Lo sé. Lo proclamo. Te lo aseguro. En la muerte trabajaré y haré muchas cosas. No temas. Besa a los pequeños. Filomena, Filomena... Y luego Juan aspiró profundamente, en una boqueada final, como alguien que se instala bajo el agua caliente. Y se había lanzado suavemente debajo, conteniendo el aliento, en una prueba de resistencia que duraría toda la eternidad. Esperaron largo tiempo que exhalara el aire. Pero no lo hizo. No reapareció de nuevo en la superficie de la vida. El cuerpo de Juan yacía como una fruta de cera sobre el jergón, una sorpresa si uno lo tocaba. Como una manzana de cera para los dientes, así era Juan Díaz para los sentidos de todos. Y se lo llevaron a la tierra seca que era como la boca mas grande, y que lo retuvo mucho tiempo, chupándole los brillantes jugos de la vida, secándolo como un antiguo manuscrito, hasta que fue una momia liviana como paja una cosecha otoñal lista para que se la llevara el viento. Desde aquel momento hasta éste, Filomena había pensado y pensado: ¿Cómo alimentaré a mis abandonados hijos, con Juan que va tomando un color castaño quemado en un cajón con adornos de plata, cuánto durarán los huesos de mis hijos y cuándo les asomarán los dientes en sonrisas y el color en la cara? Los niños chillaron de nuevo afuera, en una alegre persecución de Felipe. Filomena miró la colina distante, a la que subían zumbando brillantes ómnibus colmados de turistas de los Estados Unidos. Ahora mismo le pagaban un peso cada uno a aquel hombre oscuro de la pala para poder bajar por las catacumbas entre los muertos de pie, para ver qué hacía con todos los cadáveres de ese pueblo la tierra seca por el sol y el viento caliente. Filomena miraba los autobuses de turistas y la voz de Juan susurraba: "Filomena", y de nuevo: "Esto es lo que proclamo. En la muerte trabajaré... No seré pobre... Filomena..." La voz se desvaneció como un fantasma. Y ella se tambaleó y se sintió casi enferma, porque se le había ocurrido una idea que era nueva y terrible y le rompía el corazón. —¡Felipe! —llamó de pronto. Y Felipe escapó de los niños que se burlaban y cerró la puerta en el día recalentado y dijo: —Sí, mamacita. —¡Siéntate, niño, tenemos que hablar, en nombre de todos los santos, tenemos que hablar! Sintió que se le envejecía la cara, porque el alma envejecía detrás, y dijo muy lentamente, con dificultad: —Esta noche tenemos que ir en secreto a las catacumbas. —¿Llevaremos un cuchillo —Felipe sonrió salvajemente— para matar al hombre oscuro? —No, Felipe, no, escucha... Y Felipe oyó las palabras que ella le decía. Y pasaron las horas y fue una noche de iglesias, una noche de campanas y cantos. Muy lejos en el aire del valle se oían las voces que salmodiaban la misa nocturna, y los niños, con velas encendidas, pasaban en una fila solemne, caminando por el costado de la loma oscura, y las enormes campanas de bronce se sacudían y derramaban golpes y

¿Qué clase de muerte es esta, en la cama?<br />

—Shhh. —Ella apoyó la mano fresca sobre la boca caliente. Pero él hablaba debajo de<br />

los dedos.— ¿Qué ha sido nuestro matrimonio sino hambre y enfemedad y ahora nada?<br />

¡Ah, Dios, eres una buena mujer, y no te dejo ni siquiera para mi entierro!<br />

Y al final había apretado los dientes y clamado a la oscuridad y se había quedado muy<br />

quieto al resplandor caliente de la vela y había tomado las manos de ella en las suyas y<br />

las había sujetado y pronunció sobre ellas un juramento, con un religioso fervor.<br />

—Filomena, escucha. Estaré contigo. Aunque no te haya protegido en vida, te<br />

protegeré en la muerte. Aunque no te haya alimentado en vida, en la muerte te daré de<br />

comer. Aunque haya sido pobre, no seré pobre en la tumba. Lo sé. Lo proclamo. Te lo<br />

aseguro. En la muerte trabajaré y haré muchas cosas. No temas. Besa a los pequeños.<br />

Filomena, Filomena...<br />

Y luego Juan aspiró profundamente, en una boqueada final, como alguien que se<br />

instala bajo el agua caliente. Y se había lanzado suavemente debajo, conteniendo el<br />

aliento, en una prueba de resistencia que duraría toda la eternidad. Esperaron largo<br />

tiempo que exhalara el aire. Pero no lo hizo. No reapareció de nuevo en la superficie de la<br />

vida. El cuerpo de Juan yacía como una fruta de cera sobre el jergón, una sorpresa si uno<br />

lo tocaba. Como una manzana de cera para los dientes, así era Juan Díaz para los<br />

sentidos de todos.<br />

Y se lo llevaron a la tierra seca que era como la boca mas grande, y que lo retuvo<br />

mucho tiempo, chupándole los brillantes jugos de la vida, secándolo como un antiguo<br />

manuscrito, hasta que fue una momia liviana como paja una cosecha otoñal lista para que<br />

se la llevara el viento.<br />

Desde aquel momento hasta éste, Filomena había pensado y pensado: ¿Cómo<br />

alimentaré a mis abandonados hijos, con Juan que va tomando un color castaño quemado<br />

en un cajón con adornos de plata, cuánto durarán los huesos de mis hijos y cuándo les<br />

asomarán los dientes en sonrisas y el color en la cara?<br />

Los niños chillaron de nuevo afuera, en una alegre persecución de Felipe.<br />

Filomena miró la colina distante, a la que subían zumbando brillantes ómnibus<br />

colmados de turistas de los Estados Unidos. Ahora mismo le pagaban un peso cada uno a<br />

aquel hombre oscuro de la pala para poder bajar por las catacumbas entre los muertos de<br />

pie, para ver qué hacía con todos los cadáveres de ese pueblo la tierra seca por el sol y el<br />

viento caliente.<br />

Filomena miraba los autobuses de turistas y la voz de Juan susurraba: "Filomena", y de<br />

nuevo: "Esto es lo que proclamo. En la muerte trabajaré... No seré pobre... Filomena..." <strong>La</strong><br />

voz se desvaneció como un fantasma. Y ella se tambaleó y se sintió casi enferma, porque<br />

se le había ocurrido una idea que era nueva y terrible y le rompía el corazón.<br />

—¡Felipe! —llamó de pronto.<br />

Y Felipe escapó de los niños que se burlaban y cerró la puerta en el día recalentado y<br />

dijo: —Sí, mamacita.<br />

—¡Siéntate, niño, tenemos que hablar, en nombre de todos los santos, tenemos que<br />

hablar!<br />

Sintió que se le envejecía la cara, porque el alma envejecía detrás, y dijo muy<br />

lentamente, con dificultad: —Esta noche tenemos que ir en secreto a las catacumbas.<br />

—¿Llevaremos un cuchillo —Felipe sonrió salvajemente— para matar al hombre<br />

oscuro?<br />

—No, Felipe, no, escucha...<br />

Y Felipe oyó las palabras que ella le decía.<br />

Y pasaron las horas y fue una noche de iglesias, una noche de campanas y cantos.<br />

Muy lejos en el aire del valle se oían las voces que salmodiaban la misa nocturna, y los<br />

niños, con velas encendidas, pasaban en una fila solemne, caminando por el costado de<br />

la loma oscura, y las enormes campanas de bronce se sacudían y derramaban golpes y

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