LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera
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—¡Deja de cavar! —dijo Ricardo.<br />
<strong>La</strong> pala bajó relampagueando, cavó, se alzó, derramó la tierra. —Hay un entierro<br />
mañana. Hay que vaciar esta tumba, abrirla y prepararla.<br />
—No ha muerto nadie en el pueblo.<br />
—Siempre muere alguien. Por eso cavo. Ya he esperado dos meses a que Filomena<br />
pague lo que debe. Soy un hombre paciente.<br />
—Sé todavía más paciente. —Ricardo tocó el hombro que se movía, encorvado, del<br />
hombre inclinado.<br />
—Jefe de policía. —El sepulturero se detuvo para apoyarse, sudando, en la pala.—<br />
Este es mi país, el país de los muertos. Los de aquí no me dicen nada, ni me lo dice<br />
nadie. Yo gobierno esta tierra con una pala y una mente de acero. No me gusta que los<br />
vivos vengan a hablar, a perturbar el silencio que tan bien he cavado y llenado. ¿Te he<br />
dicho yo cómo debes dirigir tu palacio municipal? Bueno, entonces buenas noches. —Y<br />
reanudó su tarea.<br />
—Delante de los ojos de Dios —dijo Ricardo, erguido y rígido, los puños a los lados—,<br />
delante de esta mujer y de su hijo, ¿te atreves a profanar la morada definitiva del marido y<br />
el padre?<br />
—Ni es definitiva ni es de él, sino que se la he alquilado. —<strong>La</strong> pala flotó en lo alto,<br />
centelleando a la luz de la luna.— Yo no le he pedido a la madre y al hijo que vinieran<br />
aquí a contemplar esta triste tarea. Y escúchame, Ricardo, jefe de policía, un día te<br />
morirás. Yo te enterraré. Acuérdate de esto: yo. Estarás en mis manos. Entonces, ah,<br />
entonces.<br />
—¿Entonces qué? —gritó Ricardo—. Perro, ¿me estás amenazando?<br />
—Estoy cavando. —El hombre estaba ahora muy abajo, perdido en la tumba en<br />
sombras, mandando sólo la pala arriba, para que hablara por él una y otra vez en la luz<br />
fría.— Buenas noches señor, señora, niño. Buenas noches.<br />
Frente a la casita de adobe, Ricardo acarició el pelo del niño, la mejilla de la mujer. —<br />
Filomena, Dios mío.<br />
—Hiciste lo que podías.<br />
—Qué hombre terrible. Cuando me muera, ¿qué atrocidades espantosas no hará con<br />
mi carne indefensa? Me meterá patas arriba en la tumba, me colgará del pelo en una<br />
parte remota, invisible, de las catacumbas. Se aprovecha sabiendo que algún día nos<br />
tendrá a todos. Buenas noches, Filomena. No, ni siquiera eso. Porque la noche está mala.<br />
Se fue calle abajo.<br />
Adentro, entre sus numerosos hijos, Filomena se sentó con la cara hundida en el<br />
regazo.<br />
Al final de la tarde siguiente, bajo el sol declinante, los compañeros de escuela,<br />
gritando, perseguían a Felipe. Felipe se cayó, lo rodearon riéndose.<br />
—¡Felipe, Felipe, hemos visto a tu padre hoy, sí! —¿Dónde? —se preguntaban entre sí<br />
tímidamente.<br />
—¡En la catacumba! —respondían.<br />
—¡Qué hombre haragán! ¡No hace más que estar allí!<br />
—¡No trabaja nunca!<br />
—¡No habla! ¡Ah, ese Juan Díaz!<br />
Felipe temblaba violentamente bajo el sol en llamas, lágrimas calientes le corrían de los<br />
ojos abiertos y casi ciegos.<br />
Dentro de la casita, Filomena oía, y los sonidos como cuchillos le traspasaban el<br />
corazón. Se apoyó en la pared fría, y la invadieron una ola tras otra de recuerdos.<br />
En el último mes de su vida, agonizando, tosiendo, empapado en la transpiración de<br />
medianoche, Juan miraba fijo el techo rústico y susurraba entre dientes sobre el jergón de<br />
paja.<br />
—¿Qué clase de hombre soy, que dejo morir de hambre a mis hijos y a mi mujer?