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LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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catacumba donde era guardián y la extraña tierra a donde iban las gentes a secarse como<br />

flores del desierto y a curtirse como cuero de zapatos, huecos como tambores que podían<br />

doblar y redoblar, una tierra que daba momias secas como cigarros oscuros y crujientes<br />

cuerpos que languidecerían eternamente apoyados como estacas a lo largo de los<br />

corredores. Y pensando en estas cosas a la vez familiares e insólitas, Filomena y sus<br />

hijos tenían frío en verano y estaban callados aunque los corazones se les sacudían en<br />

los cuerpos. Se apeñuscaron un momento más y entonces:<br />

—Felipe —dijo la madre—, ven. —Abrió la puerta y se quedaron a la luz de la luna<br />

atentos a cualquier sonido lejano de una pala de metal azul que golpease la tierra,<br />

amontonando arena y flores marchitas. Pero había un silencio de estrellas.— Ustedes —<br />

dijo Filomena—, a la cama.<br />

<strong>La</strong> puerta se cerró. <strong>La</strong> vela vaciló.<br />

El empedrado del pueblo corría en un río de resplandeciente y plateada piedra de luna,<br />

y bajaba por las colinas dejando atrás los parques verdes y las tiendecitas y el lugar<br />

donde golpeaba el fabricante de ataúdes con el sonido de reloj de la carcoma todo el día y<br />

toda la noche, siempre en la vida de esas gentes. Subiendo a la luz de la luna que se<br />

deslizaba y se precipitaba por las piedras, y la falda que le hablaba en un susurro de la<br />

necesidad de darse prisa, Filomena corría con Felipe, que la seguía sin aliento. Dieron<br />

vuelta en el Palacio Oficial.<br />

El hombre que estaba detrás del escritorio pequeño y desordenado, en la oficina<br />

débilmente alumbrada, levantó la mirada con cierta sorpresa. —¡Filomena, prima!<br />

—Ricardo. —Filomena le tomó la mano y la dejó caer.— Tienes que ayudarme.<br />

—Si Dios lo permite. Pero dime.<br />

—Están... —Filomena tenía una piedra amarga en la boca; trataba de expulsarla.—<br />

Esta noche están sacando a Juan de la tierra.<br />

Ricardo, que se había incorporado a medias, volvió a sentarse, los ojos muy abiertos y<br />

llenos de luz, luego entrecerrados, tristes. —Si Dios no lo impide, que lo impidan sus<br />

criaturas. ¿Ha pasado tan pronto un año desde la muerte de Juan? ¿Puede ser que el<br />

alquiler esté vencido? —Abrió las palmas vacías y las mostró a la mujer.— Ah, Filomena,<br />

no tengo dinero.<br />

—Pero si hablaras con el sepulturero. Tú eres la policía.<br />

—Filomena, Filomena, la ley se detiene al borde de la tumba.<br />

—Pero si me da diez semanas, sólo diez, estamos casi al final del verano. Viene el Día<br />

de los Muertos. Haré calaveras de azúcar, las venderé y le daré el dinero, por favor,<br />

Ricardo.<br />

Y entonces al fin, como no había ya manera de contener el frío y tenía que dejarlo salir<br />

antes que la helara, y ya no pudiera moverse, se llevó las manos a la cara y lloró. Y<br />

Felipe, viendo que estaba permitido, lloró también y dijo el nombre de Filomena una y otra<br />

vez.<br />

—Bueno —dijo Ricardo, poniéndose de pie—. Sí, sí. Caminaré hasta la boca de la<br />

catacumba y escupiré en ella. Pero Filomena, no esperes una respuesta. Ni siquiera un<br />

eco. Vé adelante. —Y se puso la gorra de oficial, muy vieja, muy engrasada, muy<br />

gastada.<br />

El cementerio estaba más arriba que las iglesias, más arriba que todos los edificios,<br />

más arriba que todas las lomas. Quedaba en la elevación más alta, dominando el valle<br />

nocturno del pueblo.<br />

Cuando entraron por la gran puerta de hierro forjado y se metieron entre las tumbas,<br />

los tres se toparon con la espalda del sepulturero inclinado en un hoyo que iba<br />

aumentando, levantando palada tras palada de tierra seca que formaba un montículo que<br />

iba aumentando. El sepulturero ni siquiera alzó los ojos, limitándose a conjeturar<br />

tranquilamente quiénes estaban al borde de la tumba.<br />

—¿Eres Ricardo Albáñez, el jefe de policía?

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