LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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09.05.2013 Views

“¡Entonces mi amigo Quillan había alquilado un oscuro cuarto en el Village, donde dos noches por semana se podía sentar tranquilamente en el silencio arratonado o caminar por las oscuras calles con esa buena, casera, regordeta, confortable y muda mujer que no era la esposa, como había supuesto yo precipitadamente, sino la amante! "Pasé la mirada de Quillan a la rechoncha compañera asomada en la ventana de arriba y le estreché la mano con un afecto y una comprensión nuevos. ¡Maternal es la palabra! dije. La última vez que los vi, estaban sentados en una confitería, Quillan y su amante, los ojos rozándose suavemente, sin decirse nada, comiendo bocadillos de pastrami. Este mundo de Quillan era también, si uno lo piensa, el mejor de los mundos posibles. El tren rugió, tocó el silbato y aminoró la marcha. Los dos hombres, al levantarse, se detuvieron y se miraron sorprendidos. Los dos hablaron al mismo tiempo: —¿Usted se baja en esta parada? Los dos asintieron, sonriendo. Silenciosamente avanzaron y cuando el tren se detuvo en la noche glacial de diciembre, se apearon y se estrecharon la mano. —Bueno, saludos al señor Smith. —¡Y míos al señor Quillan! Dos bocinas sonaron en los extremos opuestos de la estación. Los dos hombres miraron un coche. Había una hermosa mujer. Los dos miraron el otro coche. Había una hermosa mujer. Se separaron volviéndose para mirarse como dos escolares, cada uno echando una ojeada al auto hacia el que iba el otro. "Me pregunto", pensó el viejo, "si aquella mujer es..." "Me pregunto", pensó el joven, "si aquella señora del auto será...” Pero los dos corrían ya. Las portezuelas de los dos coches se cerraron de golpe como tiros de pistolas al fina] de una matinée. Los autos arrancaron. La plataforma de la estación quedó vacía. Era diciembre, hacía frío, la nieve cayó en seguida como un telón. LA OBRA DE JUAN DÍAZ De un empujón filomena cerró el tablón de la puerta con tal violencia que la vela se apagó; se quedó en la oscuridad con los hijos que lloraban. Sólo se veía algo mirando por la ventana: las casas de adobe, las calles empedradas por donde ahora el sepulturero subía a grandes pasos la colina, con la pala al hombro, la luz de la luna afilando el metal, y entraba en el alto y frío cementerio, y desaparecía. —Mamacita, ¿qué pasa? —Felipe, el hijo mayor, de apenas nueve años, le tironeaba el brazo. Pues el extraño hombre oscuro no había dicho nada, simplemente se había quedado junto a la puerta con la pala, meneando la cabeza y esperando hasta que ella se la cerró en las narices.— ¿Mamacita? —Ese sepulturero. —Las manos de Filomena temblaban al encender de nuevo la vela.— Hace mucho que no pagamos el alquiler de la tumba de tu padre. Lo desenterrarán y lo pondrán en la catacumba, sujeto con un alambre para mantenerlo de pie contra la pared, con las otras momias. —¡No, mamacita! —Sí. —Filomena se abrazó al niño.— A menos que encontremos el dinero. Sí. —¡Lo... lo mataré a ese sepulturero! —exclamó Felipe. —Es su trabajo. Si él muere, otro ocupará su lugar, y después otro y otro. Pensaron en el hombre y el terrible y alto lugar en que vivía y se movía y en la

“¡Entonces mi amigo Quillan había alquilado un oscuro cuarto en el Village, donde dos<br />

noches por semana se podía sentar tranquilamente en el silencio arratonado o caminar<br />

por las oscuras calles con esa buena, casera, regordeta, confortable y muda mujer que no<br />

era la esposa, como había supuesto yo precipitadamente, sino la amante!<br />

"Pasé la mirada de Quillan a la rechoncha compañera asomada en la ventana de arriba<br />

y le estreché la mano con un afecto y una comprensión nuevos. ¡Maternal es la palabra!<br />

dije. <strong>La</strong> última vez que los vi, estaban sentados en una confitería, Quillan y su amante, los<br />

ojos rozándose suavemente, sin decirse nada, comiendo bocadillos de pastrami. Este<br />

mundo de Quillan era también, si uno lo piensa, el mejor de los mundos posibles.<br />

El tren rugió, tocó el silbato y aminoró la marcha. Los dos hombres, al levantarse, se<br />

detuvieron y se miraron sorprendidos. Los dos hablaron al mismo tiempo:<br />

—¿Usted se baja en esta parada?<br />

Los dos asintieron, sonriendo.<br />

Silenciosamente avanzaron y cuando el tren se detuvo en la noche glacial de<br />

diciembre, se apearon y se estrecharon la mano.<br />

—Bueno, saludos al señor Smith.<br />

—¡Y míos al señor Quillan!<br />

Dos bocinas sonaron en los extremos opuestos de la estación. Los dos hombres<br />

miraron un coche. Había una hermosa mujer. Los dos miraron el otro coche. Había una<br />

hermosa mujer.<br />

Se separaron volviéndose para mirarse como dos escolares, cada uno echando una<br />

ojeada al auto hacia el que iba el otro.<br />

"Me pregunto", pensó el viejo, "si aquella mujer es..."<br />

"Me pregunto", pensó el joven, "si aquella señora del auto será...”<br />

Pero los dos corrían ya. <strong>La</strong>s portezuelas de los dos coches se cerraron de golpe como<br />

tiros de pistolas al fina] de una matinée.<br />

Los autos arrancaron. <strong>La</strong> plataforma de la estación quedó vacía. Era diciembre, hacía<br />

frío, la nieve cayó en seguida como un telón.<br />

<strong>LA</strong> OBRA <strong>DE</strong> JUAN DÍAZ<br />

De un empujón filomena cerró el tablón de la puerta con tal violencia que la vela se<br />

apagó; se quedó en la oscuridad con los hijos que lloraban. Sólo se veía algo mirando por<br />

la ventana: las casas de adobe, las calles empedradas por donde ahora el sepulturero<br />

subía a grandes pasos la colina, con la pala al hombro, la luz de la luna afilando el metal,<br />

y entraba en el alto y frío cementerio, y desaparecía.<br />

—Mamacita, ¿qué pasa? —Felipe, el hijo mayor, de apenas nueve años, le tironeaba el<br />

brazo. Pues el extraño hombre oscuro no había dicho nada, simplemente se había<br />

quedado junto a la puerta con la pala, meneando la cabeza y esperando hasta que ella se<br />

la cerró en las narices.— ¿Mamacita?<br />

—Ese sepulturero. —<strong>La</strong>s manos de Filomena temblaban al encender de nuevo la<br />

vela.— Hace mucho que no pagamos el alquiler de la tumba de tu padre. Lo<br />

desenterrarán y lo pondrán en la catacumba, sujeto con un alambre para mantenerlo de<br />

pie contra la pared, con las otras momias.<br />

—¡No, mamacita!<br />

—Sí. —Filomena se abrazó al niño.— A menos que encontremos el dinero. Sí.<br />

—¡Lo... lo mataré a ese sepulturero! —exclamó Felipe.<br />

—Es su trabajo. Si él muere, otro ocupará su lugar, y después otro y otro.<br />

Pensaron en el hombre y el terrible y alto lugar en que vivía y se movía y en la

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