LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera
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Paul se tomó de la pechera de la camisa de Williams. Williams sintió que le saltaban los<br />
botones. Parecía como si Paul, en su congestionada intensidad, fuera a pegarle. Paul<br />
hinchó los carrillos, de la boca le salió un vapor que empañó los anteojos de Williams. —<br />
¡Orgulloso de ti! ¡Te adoro! —Le sacudió el brazo como si bombeara, le golpeó el hombro,<br />
le rompió la camisa, le abofeteó la cara. Los anteojos de Williams volaron por el aire y<br />
cayeron en el linóleo con un débil tintineo.<br />
—¡Caramba! ¡Lo siento, Williams!<br />
—No es nada, no te preocupes. —Williams recogió los anteojos. El cristal derecho<br />
estaba astillado como una ridícula tela de araña. Miró a Paul que estaba allí, azorado,<br />
disculpándose, preso en el laberinto demente del vidrio, tratando de liberarse. Williams no<br />
dijo nada.<br />
—¡Paulie, eres tan torpe! —chilló Helen.<br />
El teléfono y el timbre de la puerta sonaron al mismo tiempo, y Paul hablaba y Helen<br />
hablaba, y Tom se había ido quién sabe a dónde, y Williams pensó claramente, no estoy<br />
mareado, no quiero vomitar, de veras, pero me iré ahora al cuarto de baño y me marearé<br />
y vomitaré allí. Y sin decir una palabra, entre el sonido del timbre, de la campanilla, de la<br />
conversación, los chillidos, la confusión de disculpas, la amistad consternada, por los<br />
cuartos recalentados, caminó atravesando algo que parecía una multitud, la dejó atrás, y<br />
apaciblemente cerró la puerta del cuarto de baño, se arrodilló como si fuera a rezar a Dios<br />
y levantó la tapa del inodoro.<br />
Fueron tres boqueadas, Williams apretaba los párpados, velados de lágrimas, no<br />
estaba seguro de sentirse bien, no sabía si respiraba o si lloraba, si las lágrimas eran de<br />
dolor o de tristeza, o si no eran lágrimas. Oyó el agua que escapaba de la porcelana<br />
blanca hacia el mar, y se quedó allí arrodillado, como implorando.<br />
Del otro lado de la puerta, voces. —¿Estás bien, Williams, estás bien de veras?<br />
Williams revolvió en el bolsillo del abrigo, sacó la cartera, buscó, vio el billete de vuelta,<br />
lo sacó, se lo metió en el bolsillo del pecho, y lo oprimió con la mano. Al fin se puso de<br />
pie, se limpió cuidadosamente la boca y se quedó mirando a un hombre extraño de<br />
anteojos de tela de araña que asomaba en el espejo.<br />
De pie delante de la puerta, dispuesto a abrirla, la mano en la perilla de bronce, los ojos<br />
muy apretados y el cuerpo balanceándose, sintió que no pesaba más de cuarenta y seis<br />
kilos.<br />
EL MEJOR <strong>DE</strong> LOS MUNDOS POSIBLES<br />
Los dos hombres se balanceaban sentados uno junto al otro, sin hablar durante todo el<br />
largo rato en que el tren avanzó en el frío crepúsculo de diciembre, deteniéndose en<br />
sucesivas estaciones. Cuando la duodécima estación quedó atrás, el más viejo de los dos<br />
murmuró:<br />
—¡Idiota, idiota! —en voz baja.<br />
—¿Qué? —El más joven levantó la vista del Times.<br />
El viejo meneó la cabeza sombrío. —¿No ha visto a ese estúpido que acaba de bajarse<br />
corriendo, detrás de la mujer que huele a Chanel?<br />
—¿Ah, ella? —El joven, parecía, no sabía qué hacer, reírse o sentirse deprimido.—<br />
Una vez me bajé del tren para seguirla.<br />
El viejo resopló y cerró los ojos. —Yo también, hace cinco años.<br />
El hombre contempló a su compañero como si hubiera encontrado un amigo en el lugar<br />
más improbable.<br />
—¿Le. . . le ocurrió lo mismo cuando llegó al final de la plataforma?