LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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09.05.2013 Views

—Tom las ha recogido, tiene una buena cabeza, una buena memoria. Tom, di algunas palabras de la jerga de las pandillas. Oh, anda, Tom —dijo Helen. Silencio. Tom estaba allí, alto, mirando el piso en la entrada de la sala. —Anda, Tom —dijo Helen. —Oh, déjalo en paz, Helen. —¿Por qué, Paulie? Se me ocurrió que a Williams le gustaría escuchar un poco de la jerga. Tú lo sabes, Tom, di algo para nosotros. —¡Si no quiere no quiere! —dijo Paul. Silencio. —Ven a la cocina que me voy a servir un trago —dijo Paul, arrastrando a Williams por el brazo, caminando enorme a su lado. En la cocina se tambalearon juntos y Paul se apoderó del codo de Williams, le sacudió la mano, le habló desde muy cerca y en voz baja, con una cara de cerdo que ha estado llorando toda la tarde. —Williams, dime, ¿te parece que podré irme, dejar esta vida? ¡Tengo una idea formidable para una novela! —Le pegó a Williams en el brazo, primero suavemente, y luego cada vez más fuerte a medida que avanzaba en su historia.— ¿Te gusta la idea Williams? —Williams retrocedía pero tenía la mano atrapada. El puño le magullaba insistentemente el brazo.— ¡Oye, qué bueno será escribir otra vez! ¡Escribir, tener tiempo libre, y perder un poco de esta grasa, también! —No hagas como el hijo de la señora Mears. —¡Era un tonto! —Paul estrujaba cada vez más el brazo de Williams. En tantos años de amistad, rara vez se habían tocado, pero ahora allí estaba Paul agarrándolo, apretándolo, acariciándolo. Paul sacudió a Williams por los hombros le palmeó la espalda.— ¡En el campo, diablos, tendré tiempo para pensar, bajar la barriga! Aquí en la ciudad ¿sabes qué hacemos los fines de semana? Mandarnos una o dos botellas entre los dos. Es difícil salir de la ciudad los fines de semana, la circulación, la gente, entonces nos clavamos aquí, cargamos la bodega y descansamos. Pero eso se acabará en el campo. Quiero que leas un manuscrito mío. —¡Oh, Paulie, espera! —¡Calla, Helen! A Williams no le importa, ¿no es cierto, Williams? No me importa, pensó Williams, pero me importará. Tendré miedo pero no tendré. Si estuviera seguro de encontrar al viejo Paul en alguna parte de la historia, viviendo y andando por ahí, sobrio, liviano y libre, de decisiones firmes y rápidas, de una inteligencia crítica, directa y enérgica, buen productor pero sobre todo buen amigo, mi dios personal durante años, si pudiera encontrar a ese Paul en la historia, la leería en un segundo. Pero no estoy seguro, y no quisiera ver a ese Paul nuevo y extraño en el papel, jamás. Paul, pensó, oh Paul, ¿no sabes, no comprendes que tú y Helen nunca saldrán de la ciudad, nunca, nunca? —¡Diablos! —exclamó Paul—. ¿Qué te parece Nueva York, Williams? ¿No te gusta, verdad? Neurótica, dijiste una vez. Bueno, no se diferencia de Sioux City o Kenosha. Sólo que uno conoce aquí más gente en menos tiempo. ¿Cómo se siente uno, Williams, tan encumbrado, tan famoso de pronto? Ahora la mujer y el marido charlaban. Cada vez más borrachos, las voces se entrechocaban, las palabras se levantaban, caían, se mezclaban, se peleaban, se fundían en mareas hipnóticas, en un susurro sin fin. —Williams —decía Helen. —Williams —decía Paul. —Nos vamos —decía ella. —¡El diablo te lleve, Williams, te adoro! ¡Ah, bastardo, te odio! —Paul le daba a Williams en el brazo, riéndose. —¿Dónde está Tom? —Orgullosos de ti. —La casa ardía. Unas alas negras se movían en el aire. El brazo de Williams recibía golpes sin sentido. —Es difícil dejar el empleo, olvidar el viejo cheque...

—Tom las ha recogido, tiene una buena cabeza, una buena memoria. Tom, di algunas<br />

palabras de la jerga de las pandillas. Oh, anda, Tom —dijo Helen.<br />

Silencio. Tom estaba allí, alto, mirando el piso en la entrada de la sala.<br />

—Anda, Tom —dijo Helen.<br />

—Oh, déjalo en paz, Helen.<br />

—¿Por qué, Paulie? Se me ocurrió que a Williams le gustaría escuchar un poco de la<br />

jerga. Tú lo sabes, Tom, di algo para nosotros.<br />

—¡Si no quiere no quiere! —dijo Paul. Silencio.<br />

—Ven a la cocina que me voy a servir un trago —dijo Paul, arrastrando a Williams por<br />

el brazo, caminando enorme a su lado.<br />

En la cocina se tambalearon juntos y Paul se apoderó del codo de Williams, le sacudió<br />

la mano, le habló desde muy cerca y en voz baja, con una cara de cerdo que ha estado<br />

llorando toda la tarde. —Williams, dime, ¿te parece que podré irme, dejar esta vida?<br />

¡Tengo una idea formidable para una novela! —Le pegó a Williams en el brazo, primero<br />

suavemente, y luego cada vez más fuerte a medida que avanzaba en su historia.— ¿Te<br />

gusta la idea Williams? —Williams retrocedía pero tenía la mano atrapada. El puño le<br />

magullaba insistentemente el brazo.— ¡Oye, qué bueno será escribir otra vez! ¡Escribir,<br />

tener tiempo libre, y perder un poco de esta grasa, también!<br />

—No hagas como el hijo de la señora Mears.<br />

—¡Era un tonto! —Paul estrujaba cada vez más el brazo de Williams. En tantos años<br />

de amistad, rara vez se habían tocado, pero ahora allí estaba Paul agarrándolo,<br />

apretándolo, acariciándolo. Paul sacudió a Williams por los hombros le palmeó la<br />

espalda.— ¡En el campo, diablos, tendré tiempo para pensar, bajar la barriga! Aquí en la<br />

ciudad ¿sabes qué hacemos los fines de semana? Mandarnos una o dos botellas entre<br />

los dos. Es difícil salir de la ciudad los fines de semana, la circulación, la gente, entonces<br />

nos clavamos aquí, cargamos la bodega y descansamos. Pero eso se acabará en el<br />

campo. Quiero que leas un manuscrito mío.<br />

—¡Oh, Paulie, espera!<br />

—¡Calla, Helen! A Williams no le importa, ¿no es cierto, Williams?<br />

No me importa, pensó Williams, pero me importará. Tendré miedo pero no tendré. Si<br />

estuviera seguro de encontrar al viejo Paul en alguna parte de la historia, viviendo y<br />

andando por ahí, sobrio, liviano y libre, de decisiones firmes y rápidas, de una inteligencia<br />

crítica, directa y enérgica, buen productor pero sobre todo buen amigo, mi dios personal<br />

durante años, si pudiera encontrar a ese Paul en la historia, la leería en un segundo. Pero<br />

no estoy seguro, y no quisiera ver a ese Paul nuevo y extraño en el papel, jamás. Paul,<br />

pensó, oh Paul, ¿no sabes, no comprendes que tú y Helen nunca saldrán de la ciudad,<br />

nunca, nunca?<br />

—¡Diablos! —exclamó Paul—. ¿Qué te parece Nueva York, Williams? ¿No te gusta,<br />

verdad? Neurótica, dijiste una vez. Bueno, no se diferencia de Sioux City o Kenosha. Sólo<br />

que uno conoce aquí más gente en menos tiempo. ¿Cómo se siente uno, Williams, tan<br />

encumbrado, tan famoso de pronto?<br />

Ahora la mujer y el marido charlaban. Cada vez más borrachos, las voces se<br />

entrechocaban, las palabras se levantaban, caían, se mezclaban, se peleaban, se fundían<br />

en mareas hipnóticas, en un susurro sin fin.<br />

—Williams —decía Helen.<br />

—Williams —decía Paul.<br />

—Nos vamos —decía ella.<br />

—¡El diablo te lleve, Williams, te adoro! ¡Ah, bastardo, te odio! —Paul le daba a<br />

Williams en el brazo, riéndose.<br />

—¿Dónde está Tom?<br />

—Orgullosos de ti. —<strong>La</strong> casa ardía. Unas alas negras se movían en el aire. El brazo de<br />

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