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LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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olor a whisky en la boca. Le tomó la mano a Williams, se la sacudió y se puso a gritar.<br />

—¡Williams, por el amor de Dios, qué bueno verte, hombre! ¡Así que después de todo<br />

nos has visitado, qué bueno verte, caramba! ¿Cómo estás? ¡Te has vuelto famoso! Por<br />

Cristo, toma un trago, tomemos unos tragos, Helen, qué tal, señora Mears. Siéntate, por<br />

favor.<br />

—Me tengo que ir. No quiero estorbar —dijo la señora Mears, saliendo del cuarto—.<br />

Gracias por haberme invitado. Adiós, señor Williams.<br />

—Williams, demonios, qué bueno verte, ¿te dijo Helen lo que planeamos, irnos de la<br />

ciudad, eh? ¿Te habló del campo?<br />

—Me dijo...<br />

—Viejo, nos vamos de veras de esta condenada ciudad. El verano que viene. Feliz de<br />

dejar esa cárcel de la oficina. He leído diez millones de palabras de basura para la TV,<br />

todos los años durante diez años, ¿no te parece que es hora de que me vaya, Williams,<br />

no te parece que debí haberme ido hace años? ¡A Connecticut! ¿Quieres otro trago?<br />

¿Has visto a Tom? ¿Tom está en su cuarto, Helen? Tráelo aquí, que venga a charlar con<br />

Williams. Vaya, Williams, qué contentos estamos de verte. Le hemos dicho a todo el<br />

mundo que has venido a vernos. ¿A quién has visto hasta ahora?<br />

—Lo vi a Reynolds, anoche.<br />

—¿Reynolds, el director de United Features? ¿Cómo está? ¿Publica mucho?<br />

—Un poco.<br />

—¿Sabes que se pasó doce meses encerrado en su casa, Helen? ¿Te acuerdas de<br />

Reynolds? Un hombre formidable, pero la vida del ejército o no sé qué lo desinfló del todo.<br />

Tenía miedo de salir de su casa, todo el año pasado, tenía miedo de matar a alguien, a<br />

cualquiera, en la calle.<br />

—Salió de su casa conmigo anoche —dijo Williams—. Me acompañó hasta la parada<br />

del ómnibus.<br />

—Vaya, qué bien, me alegro por Reynolds. ¿Oíste lo de Banks? Murió en un accidente<br />

de auto en Rhode Island, la semana pasada.<br />

—¡No!<br />

—Sí, señor, maldita sea, uno de los fulanos más formidables del mundo, el mejor<br />

fotógrafo que jamás haya trabajado para las grandes revistas. Un verdadero talento, y<br />

joven, increíblemente joven, estaba borracho y se mató en un choque cuando volvía a su<br />

casa. ¡Esos automóviles, demonios!<br />

Williams sintió como si una gran bandada de cuervos aleteara en el aire caliente de la<br />

habitación. Ese ya no era Paul. Era el marido de la mujer extraña que se había mudado<br />

después de la partida de los Pierson, durante los últimos tres años. Nadie sabía dónde se<br />

habían ido los Pierson. De nada serviría preguntarle a ese hombre dónde estaba Paul,<br />

ese hombre no se lo podía decir a nadie.<br />

—Williams, has visto a nuestro hijo, ¿verdad? ¡Vé a buscar a Tom, Helen, dile que<br />

venga!<br />

Fueron a buscar al hijo, de diecisiete años, silencioso en la puerta de la sala donde<br />

Williams, sintiendo que la bebida se le subía rápidamente a la cabeza, estaba de pie con<br />

un vaso recién lleno, tambaleándose ligeramente.<br />

—Este es Tom, Williams, este es Tom.<br />

—Tú te acuerdas de Tom.<br />

—¿Te acuerdas de Williams, Tom?<br />

—Saluda, Tom.<br />

—Tom es un buen chico, ¿no te parece, Williams?<br />

Los dos hablaban a la vez, sin detenerse nunca, siempre el río, siempre la precipitación<br />

y las palabras vacilantes y la llama azul del alcohol en los ojos y la prisa. Helen dijo: —<br />

Tom, di algunas palabras de la jerga al señor Williams.<br />

Silencio.

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