LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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09.05.2013 Views

estabas aquí unos pocos días para ocuparte de tu nuevo libro con tu editor, y se entusiasmó con la idea de conocerte, ha leído todos tus cuentos, Williams, y le gusta lo que haces y quería conocerte. Señora Mears, le presento al señor Williams. La mujer saludó con un movimiento de cabeza. —Yo también hubiera querido ser escritora —dijo—. Ahora estoy trabajando en un libro. Las dos mujeres se sentaron. Williams sintió que su sonrisa era como algo separado de él mismo, como esos dientes de cera blanca que los niños se meten en la boca para parecer dentudos; sintió que la sonrisa se le fundía. —¿Alguna vez ha vendido algo? —le preguntó a la señora Mears. —No, pero no he desistido de hacerlo —dijo animosa—. Aunque las cosas han sido un poco complicadas en los últimos tiempos. —Sabes —dijo Helen, inclinándose hacia adelante—, se le murió un hijo hace sólo dos semanas. —Cuánto lo lamento —dijo Williams torpemente. —No, está bien así, es mejor que se haya ido, pobre muchacho, tenía más o menos la edad de usted, apenas treinta años. —¿Qué ocurrió? —preguntó Williams mecánicamente. —Era terriblemente gordo, pobre muchacho, pesaba ciento cuarenta kilos y los amigos le tomaban el pelo. Quería ser artista. Vendió sólo unos pocos cuadros en una oportunidad. Pero la gente se burlaba de él, así que se puso a dieta hace seis meses. Cuando murió a principios de este mes, pesaba apenas cuarenta y seis kilos. —¡Dios mío! —dijo Williams—. Es terrible. —Hizo régimen, rigurosamente, por más que yo le dijera. Se quedaba en su cuarto, ayunando, y perdió tanto peso que nadie lo reconoció en el velorio. Creo que fue muy feliz aquellos últimos días, más feliz de lo que había sido durante años; una especie de triunfador, podría decirse, pobre muchacho. Williams se tomó el resto de la bebida. La depresión que había ido en aumento esos días se le cerró ahora sobre la cabeza. Se sintió como si cayera en un abismo de aguas oscuras. Había hecho demasiado, visto demasiado, vivido demasiado, conversado con demasiadas gentes la semana anterior. Había contado con esa noche para sentirse bien de nuevo, pero ahora... —Pero si es un buen mozo —dijo la señora Mears—. ¿Por qué no me dijiste que era tan buen mozo, Helen? —Se volvió hacia Helen Pierson casi acusándola. —Pensé que lo sabías —dijo Helen. —Oh, mucho más que en las fotos, mucho más. ¿Sabe —dijo la señora Mears—, que hubo una semana más o menos, cuando Richard estaba a dieta, en que era muy parecido a usted? Sólo una semana, estoy segura. Ayer, continuó Williams en su monólogo interior, se había metido en un cine de variedades para descansar un poco de interminables citas y revistas, estaciones de radio y diarios, y en la pantalla había visto un hombre dispuesto a saltar desde el puente Washington. La policía lo había engañado para que bajase. Y en otro lugar otro hombre, en otra ciudad, en la cornisa de un hotel, y la gente chillando, desafiándolo a que saltara. Williams tuvo que salir del cine. Cuando salió al martillo caliente de la luz del sol, todo le pareció demasiado real, demasiado crudo, como cuando uno sale rápidamente a un mundo de criaturas vivas después de un sueño. —Sí, es un buen mozo —dijo la señora Mears. —Antes de que me olvide —dijo Helen—, está nuestro hijo Tom. Tom, claro. Williams había visto a Tom una vez, años atrás, en que Tom había vuelto de la calle el tiempo suficiente para charlar; un chico brillante, un chico vivaz, bien educado y con buenas lecturas. Un hijo como para estar orgulloso de él, así era Tom. —Ya tiene diecisiete años —dijo Helen—. Está en su cuarto, ¿quieres que lo haga venir? Sabes, ha tenido dificultades. Es un buen chico. Le hemos dado todo. Pero se

estabas aquí unos pocos días para ocuparte de tu nuevo libro con tu editor, y se<br />

entusiasmó con la idea de conocerte, ha leído todos tus cuentos, Williams, y le gusta lo<br />

que haces y quería conocerte. Señora Mears, le presento al señor Williams.<br />

<strong>La</strong> mujer saludó con un movimiento de cabeza. —Yo también hubiera querido ser<br />

escritora —dijo—. Ahora estoy trabajando en un libro.<br />

<strong>La</strong>s dos mujeres se sentaron. Williams sintió que su sonrisa era como algo separado de<br />

él mismo, como esos dientes de cera blanca que los niños se meten en la boca para<br />

parecer dentudos; sintió que la sonrisa se le fundía.<br />

—¿Alguna vez ha vendido algo? —le preguntó a la señora Mears.<br />

—No, pero no he desistido de hacerlo —dijo animosa—. Aunque las cosas han sido un<br />

poco complicadas en los últimos tiempos.<br />

—Sabes —dijo Helen, inclinándose hacia adelante—, se le murió un hijo hace sólo dos<br />

semanas.<br />

—Cuánto lo lamento —dijo Williams torpemente.<br />

—No, está bien así, es mejor que se haya ido, pobre muchacho, tenía más o menos la<br />

edad de usted, apenas treinta años.<br />

—¿Qué ocurrió? —preguntó Williams mecánicamente.<br />

—Era terriblemente gordo, pobre muchacho, pesaba ciento cuarenta kilos y los amigos<br />

le tomaban el pelo. Quería ser artista. Vendió sólo unos pocos cuadros en una<br />

oportunidad. Pero la gente se burlaba de él, así que se puso a dieta hace seis meses.<br />

Cuando murió a principios de este mes, pesaba apenas cuarenta y seis kilos.<br />

—¡Dios mío! —dijo Williams—. Es terrible.<br />

—Hizo régimen, rigurosamente, por más que yo le dijera. Se quedaba en su cuarto,<br />

ayunando, y perdió tanto peso que nadie lo reconoció en el velorio. Creo que fue muy feliz<br />

aquellos últimos días, más feliz de lo que había sido durante años; una especie de<br />

triunfador, podría decirse, pobre muchacho.<br />

Williams se tomó el resto de la bebida. <strong>La</strong> depresión que había ido en aumento esos<br />

días se le cerró ahora sobre la cabeza. Se sintió como si cayera en un abismo de aguas<br />

oscuras. Había hecho demasiado, visto demasiado, vivido demasiado, conversado con<br />

demasiadas gentes la semana anterior. Había contado con esa noche para sentirse bien<br />

de nuevo, pero ahora...<br />

—Pero si es un buen mozo —dijo la señora Mears—. ¿Por qué no me dijiste que era<br />

tan buen mozo, Helen? —Se volvió hacia Helen Pierson casi acusándola.<br />

—Pensé que lo sabías —dijo Helen.<br />

—Oh, mucho más que en las fotos, mucho más. ¿Sabe —dijo la señora Mears—, que<br />

hubo una semana más o menos, cuando Richard estaba a dieta, en que era muy parecido<br />

a usted? Sólo una semana, estoy segura.<br />

Ayer, continuó Williams en su monólogo interior, se había metido en un cine de<br />

variedades para descansar un poco de interminables citas y revistas, estaciones de radio<br />

y diarios, y en la pantalla había visto un hombre dispuesto a saltar desde el puente<br />

Washington. <strong>La</strong> policía lo había engañado para que bajase. Y en otro lugar otro hombre,<br />

en otra ciudad, en la cornisa de un hotel, y la gente chillando, desafiándolo a que saltara.<br />

Williams tuvo que salir del cine. Cuando salió al martillo caliente de la luz del sol, todo le<br />

pareció demasiado real, demasiado crudo, como cuando uno sale rápidamente a un<br />

mundo de criaturas vivas después de un sueño.<br />

—Sí, es un buen mozo —dijo la señora Mears.<br />

—Antes de que me olvide —dijo Helen—, está nuestro hijo Tom.<br />

Tom, claro. Williams había visto a Tom una vez, años atrás, en que Tom había vuelto<br />

de la calle el tiempo suficiente para charlar; un chico brillante, un chico vivaz, bien<br />

educado y con buenas lecturas. Un hijo como para estar orgulloso de él, así era Tom.<br />

—Ya tiene diecisiete años —dijo Helen—. Está en su cuarto, ¿quieres que lo haga<br />

venir? Sabes, ha tenido dificultades. Es un buen chico. Le hemos dado todo. Pero se

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