LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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09.05.2013 Views

Un millón de años, pensó Williams, de pronto un millón de años. Pero Paul estará muy bien. Llegará en seguida y estará muy bien. Me pregunto si te conocerá, Helen, cuando entre por esa puerta. —No sirvo para adivinar la edad —dijo. Tu cuerpo, pensó, está hecho de los viejos ladrillos de esta ciudad, y hay en él alquitrán, asfalto y revoques invisibles y desgastados por los años. Respiras el monóxido de carbono de tus pulmones, y el color de tus ojos es el del neón azul histérico, y el color de tus labios el del neón rojo fuego, y el color de tu cara el de la pintura de cal de los edificios de piedra, con uno que otro toque de verde o azul, las venas de la garganta, de las sienes, de las muñecas, como las placitas del centro de Nueva York. Tanto mármol, tanto granito, con venas y líneas, y tan poco cielo y hierba en ti ahora. —¡Anda, Williams, adivina qué edad tengo! —¿Treinta y seis? Lanzó algo como un chillido y él tuvo miedo de haber sido demasiado diplomático. —¡Treinta y seis! —exclamó ella, gritando de alegría, palmeándose las rodillas—. ¡Treinta y seis, oh, querido, no me vas a decir treinta y seis, Dios mío, no! —chillaba—. ¡Si hace diez años que los cumplí! —Nunca habíamos hablado de edades —protestó él. —Eres un chico encantador. Nunca había sido importante hasta ahora. Pero te sorprenderá lo importante que llega a ser sin que te des cuenta. Dios mío, tú eres joven, Williams, ¿tienes idea de lo joven que eres? —Algo, me lo imagino —dijo Williams mirándose las manos. —Muchacho encantador —dijo ella—. Espera a que se lo cuente a Paul. Treinta y seis, santo Dios, eso sí que es bueno. Pero no represento cuarenta o cuarenta y seis, ¿no es cierto, querido? Ella nunca le había hecho esas preguntas, pensó Williams, y no hacer esas preguntas era mantenerse siempre joven. —Paul cumple justo cuarenta esta semana, mañana es su cumpleaños. —Me hubiera gustado saberlo. —Olvídate, detesta los regalos, nunca le dice nada a nadie de su cumpleaños, se siente insultado si le traes un obsequio. Dejamos de celebrarlo el año pasado. Tiró la torta, recuerdo, estaba toda encendida y la tiró por el pozo de ventilación, ardiendo todavía. Ella calló de pronto como si hubiera dicho algo inconveniente. Los dos se quedaron sentados un momento en la habitación de alto cielo raso, moviéndose incómodos. —Paulie ha de llegar de un momento a otro —dijo ella por fin—. ¿Otro trago? ¿Cómo se siente uno cuando es famoso, dime? Siempre tuviste mucha conciencia, Williams. Calidad, Paulie y yo nos lo decíamos, calidad. No podías escribir mal aunque quisieras. Estamos tan orgullosos de ti, Paulie y yo, que le decimos a todo el mundo que eres nuestro amigo. —Qué extraño —dijo Williams—. Qué mundo raro. Cuando yo tenía veintiún años, le decía a todo el mundo que los conocía a ustedes. Estaba realmente orgulloso y excitado la primera vez que lo vi a Paul, cuando me compró el primer guión y ... Sonó el timbre y Helen corrió a atender, dejándolo solo con el vaso. El se inquietó pensando que quizá había sido demasiado condescendiente, como si no estuviera orgulloso de ver ahora a Paul. No había querido decir eso. Todo estaría muy bien cuando Paul entrara como una tromba. Todo estaba siempre bien con Paul. Resonaron unas voces, afuera, y Helen volvió con una mujer de cincuenta y tantos años. Uno podía notar que la mujer estaba prematuramente arrugada y gris en la forma enérgica en que se movía. —Espero que no te moleste, Williams, me olvidé de decírtelo, espero que no te moleste, te presento a la señora Mears que vive enfrente. Le dije que venías a comer, que

Un millón de años, pensó Williams, de pronto un millón de años. Pero Paul estará muy<br />

bien. Llegará en seguida y estará muy bien. Me pregunto si te conocerá, Helen, cuando<br />

entre por esa puerta.<br />

—No sirvo para adivinar la edad —dijo.<br />

Tu cuerpo, pensó, está hecho de los viejos ladrillos de esta ciudad, y hay en él<br />

alquitrán, asfalto y revoques invisibles y desgastados por los años. Respiras el monóxido<br />

de carbono de tus pulmones, y el color de tus ojos es el del neón azul histérico, y el color<br />

de tus labios el del neón rojo fuego, y el color de tu cara el de la pintura de cal de los<br />

edificios de piedra, con uno que otro toque de verde o azul, las venas de la garganta, de<br />

las sienes, de las muñecas, como las placitas del centro de Nueva York. Tanto mármol,<br />

tanto granito, con venas y líneas, y tan poco cielo y hierba en ti ahora.<br />

—¡Anda, Williams, adivina qué edad tengo!<br />

—¿Treinta y seis?<br />

<strong>La</strong>nzó algo como un chillido y él tuvo miedo de haber sido demasiado diplomático.<br />

—¡Treinta y seis! —exclamó ella, gritando de alegría, palmeándose las rodillas—.<br />

¡Treinta y seis, oh, querido, no me vas a decir treinta y seis, Dios mío, no! —chillaba—. ¡Si<br />

hace diez años que los cumplí!<br />

—Nunca habíamos hablado de edades —protestó él.<br />

—Eres un chico encantador. Nunca había sido importante hasta ahora. Pero te<br />

sorprenderá lo importante que llega a ser sin que te des cuenta. Dios mío, tú eres joven,<br />

Williams, ¿tienes idea de lo joven que eres?<br />

—Algo, me lo imagino —dijo Williams mirándose las manos.<br />

—Muchacho encantador —dijo ella—. Espera a que se lo cuente a Paul. Treinta y seis,<br />

santo Dios, eso sí que es bueno. Pero no represento cuarenta o cuarenta y seis, ¿no es<br />

cierto, querido?<br />

Ella nunca le había hecho esas preguntas, pensó Williams, y no hacer esas preguntas<br />

era mantenerse siempre joven.<br />

—Paul cumple justo cuarenta esta semana, mañana es su cumpleaños.<br />

—Me hubiera gustado saberlo.<br />

—Olvídate, detesta los regalos, nunca le dice nada a nadie de su cumpleaños, se<br />

siente insultado si le traes un obsequio. Dejamos de celebrarlo el año pasado. Tiró la<br />

torta, recuerdo, estaba toda encendida y la tiró por el pozo de ventilación, ardiendo<br />

todavía.<br />

Ella calló de pronto como si hubiera dicho algo inconveniente. Los dos se quedaron<br />

sentados un momento en la habitación de alto cielo raso, moviéndose incómodos.<br />

—Paulie ha de llegar de un momento a otro —dijo ella por fin—. ¿Otro trago? ¿Cómo<br />

se siente uno cuando es famoso, dime? Siempre tuviste mucha conciencia, Williams.<br />

Calidad, Paulie y yo nos lo decíamos, calidad. No podías escribir mal aunque quisieras.<br />

Estamos tan orgullosos de ti, Paulie y yo, que le decimos a todo el mundo que eres<br />

nuestro amigo.<br />

—Qué extraño —dijo Williams—. Qué mundo raro. Cuando yo tenía veintiún años, le<br />

decía a todo el mundo que los conocía a ustedes. Estaba realmente orgulloso y excitado<br />

la primera vez que lo vi a Paul, cuando me compró el primer guión y ...<br />

Sonó el timbre y Helen corrió a atender, dejándolo solo con el vaso. El se inquietó<br />

pensando que quizá había sido demasiado condescendiente, como si no estuviera<br />

orgulloso de ver ahora a Paul. No había querido decir eso. Todo estaría muy bien cuando<br />

Paul entrara como una tromba. Todo estaba siempre bien con Paul.<br />

Resonaron unas voces, afuera, y Helen volvió con una mujer de cincuenta y tantos<br />

años. Uno podía notar que la mujer estaba prematuramente arrugada y gris en la forma<br />

enérgica en que se movía.<br />

—Espero que no te moleste, Williams, me olvidé de decírtelo, espero que no te<br />

moleste, te presento a la señora Mears que vive enfrente. Le dije que venías a comer, que

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