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LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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ien de Nueva York sólo porque dos asombrosas personas le habían mostrado un oasis<br />

en ese ardiente desierto de pánico e incertidumbre.<br />

Helen Pierson esperaba en el cuarto piso de la casa de vecindad, junto al ascensor.<br />

—¡Hola, qué tal! —exclamó la mujer—, ¡Williams, qué bueno verte! ¡Pasa! Paul llegará<br />

en seguida, ha tenido que trabajar hasta tarde en la oficina. Tenemos pollo a la cazadora<br />

esta noche, espero que te guste el pollo a la cazadora, lo hice yo misma. ¿Te gusta el<br />

pollo, Williams? Espero que sí. ¿Cómo están tu mujer y los chicos? Siéntate, quítate el<br />

abrigo, quítate los anteojos, eres mucho más guapo sin anteojos, ha sido un día pesado,<br />

¿verdad? ¿Quieres un trago?<br />

En medio de ese chorro Williams se sintió guiado hacia una puerta mientras ella le<br />

sacaba a tirones el abrigo, y él le estrechaba la mano libre, mientras respiraba el débil olor<br />

de algo fuerte que le salía a ella de la boca. Santo Dios, pensó, sorprendido, está<br />

borracha. Miró a Helen un largo rato.<br />

—Uno de esos martinis —dijo—. Uno no más. No soy un gran bebedor, sabes.<br />

—Claro, querido. Paul llegará a las seis, son las cinco y media. ¡Nos halaga tanto que<br />

estés aquí, Williams, nos halaga tanto que pases un rato con nosotros, después de tres<br />

años!<br />

—Diablos —bufó el.<br />

—No, de veras, Williams —dijo Helen, cada palabra un poco empastada, cada gesto<br />

quizá demasiado cuidadoso. El sintió como si se hubiese metido de algún modo en otra<br />

casa, y que ésta era la hermana de alguien y que estaba allí de visita, una tía o una<br />

extraña. Claro, quizá ella había tenido un día malo, todo el mundo tiene un día malo de<br />

vez en cuando.<br />

—Te acompañaré. He tomado un trago hace largo rato —dijo ella y él le creyó. Ella<br />

debía de haber empezado a beber, tranquila y regularmente, la última vez que la había<br />

visto. A beber todos los días, todos los días. Hasta que... Lo había comprobado en otros<br />

amigos, más de una vez. En un momento determinado están sobrios, y un minuto<br />

después, junto con un trago, todos los martinis de los últimos trescientos días que han<br />

ocupado la sangre, irrumpen fuera del sistema, se precipitan al encuentro del nuevo<br />

martini como si fuera un viejo amigo. Diez minutos antes quizá Helen estuviera<br />

absolutamente sobria. Pero ahora los ojos le pesaban un poco y la lengua borraba cada<br />

palabra que ella trataba de decir.<br />

—De veras, Williams. —Nunca lo llamaba por el nombre de pila.— Williams, nos halaga<br />

tanto que te molestes en venir a vernos a Paulie y a mí. Dios mío, te ha ido tan bien los<br />

tres últimos años, has hecho una verdadera carrera, has llegado a la fama, no tienes que<br />

escribir para el programa de televisión de la matinée que hace Paul, nada de esa basura<br />

espantosa.<br />

—No era una basura espantosa, era bueno. Paul es un buen productor y yo le escribía<br />

cosas buenas.<br />

—Una basura espantosa, eso es lo que era. Has llegado a ser un verdadero escritor,<br />

un escritor formidable, se acabaron las tiendecitas baratas para ti, ¿cómo te sientes<br />

cuando eres un novelista de éxito y todo el mundo habla de ti y tienes dinero en el banco?<br />

Espera a que Paul llegue, ha estado esperando que llamaras. —<strong>La</strong> charla de ella lo<br />

inundaba.— Has sido muy bueno en llamarnos, de veras.<br />

—Le debo todo a Paul —dijo Williams, arrancándose a sus pensamientos—. Me inicié<br />

en sus espectáculos cuando tenía veintiún años, en 1951, y ganaba diez de a uno por<br />

página.<br />

—Quiere decir que ahora tienes treinta y uno, Dios mío, eres un gallito joven —dijo<br />

Helen—. ¿Qué edad te parece que tengo, Williams, anda, adivina, qué edad te parece<br />

que tengo?<br />

—Oh, no sé —contestó Williams, ruborizándose.<br />

—No, vamos, adivina, adivina qué edad tengo —le pidió ella.

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