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LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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—No me acuerdo. Sí me acuerdo. Tenía miedo.<br />

—¿Miedo?<br />

—Es extraño. <strong>La</strong> mitad de mis años miedo de la vida. <strong>La</strong> otra mitad, miedo de la<br />

muerte. Siempre algún tipo de miedo. ¡Ahora, dime tú la verdad! Cuando hayan pasado<br />

mis veinticuatro horas, después que hayamos caminado por la orilla del lago y tomado el<br />

tren de vuelta y atravesado el bosque en dirección a mi casa, ¿quieres ...<br />

El esperó a que lo dijera.<br />

—...dormir conmigo? —susurró la anciana.<br />

—Durante diez mil millones de años.<br />

—Oh. —<strong>La</strong> voz de la anciana enmudeció.— Es mucho tiempo.<br />

El joven asintió.<br />

—Mucho tiempo —repitió la anciana—. ¿Qué clase de trato es ese, muchacho? Tú me<br />

das veinticuatro horas de mis dieciocho años y yo te doy diez mil millones de años de mi<br />

precioso tiempo.<br />

—No te olvides, de mi tiempo también. Nunca me iré.<br />

—¿Te quedarás acostado conmigo?<br />

—Sí.<br />

—Oh muchacho, muchacho. Tu voz. Tan familiar.<br />

—Mira —dijo él, y vio que la anciana destapaba el agujero de la cerradura y que el ojo<br />

lo espiaba.<br />

El joven sonrió a los girasoles del campo y al girasol del cielo.<br />

—Estoy ciega, casi ciega —gimió la anciana—. ¿Pero es posible que el que esté ahí<br />

sea Willy Winchester?<br />

El joven no dijo nada.<br />

—¡Pero Willy, parece que tuvieras apenas veintiún años, ni un día distinto a como eras<br />

hace setenta años!<br />

El joven dejó la botella junto a la puerta de entrada y retrocedió deteniéndose entre las<br />

malezas.<br />

—¿Puedes...? —Tartamudeó.— ¿Puedes hacer que yo parezca como tú?<br />

El joven asintió.<br />

—Oh, Willy, Willy, ¿eres tú de veras?<br />

<strong>La</strong> anciana esperó, mirando a través del aire del verano allí donde él estaba<br />

descansando y feliz y joven, con el sol centelleándole en el pelo y las mejillas.<br />

Pasó un minuto.<br />

—¿Entonces? —dijo el joven.<br />

—¡Espera! —gimió la anciana—. ¡Déjame pensar!<br />

Y él sintió que allí en la casa la anciana dejaba que los recuerdos le cayeran en la<br />

mente como arena que cae en un reloj, depositándose así en un montón de polvo y<br />

cenizas.<br />

<strong>La</strong> anciana alcanzaba a oír el vacío de esos recuerdos que le quemaban la mente<br />

mientras caían y caían en un montón cada vez más alto de arena.<br />

Tanto desierto, pensó, y ni un oasis.<br />

<strong>La</strong> anciana se estremeció.<br />

—¿Entonces? —dijo el joven otra vez.<br />

Y por fin la mujer contestó.<br />

—Extraño —murmuró—. Ahora, de pronto, veinticuatro horas, un día, a cambio de diez<br />

millones de billones de años, parece justo, bueno, correcto.<br />

—Lo es, Clarinda. Oh, sí, lo es.<br />

Los pestillos retrocedieron, los cerrojos rechinaron, la puerta crujió. <strong>La</strong> mano salió<br />

rápidamente, tomó la botella y retrocedió revoloteando.<br />

Pasó un minuto.<br />

Entonces, como si se hubiera disparado un arma, unos pasos repiquetearon a través

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