LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera
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despacio los hombros, las espaldas, los sombreros y chales.<br />
Un momento después, bajando en el fantasmal ascensor nocturno, me encontré con la<br />
gorra nueva de tweed en la mano.<br />
Sin abrigo, en mangas de camisa, salí a la noche.<br />
Le di la gorra al primer hombre que encontré. Nunca supe si le iba bien. El dinero que<br />
tenía en los bolsillos desapareció en seguida.<br />
Entonces, solo, temblando, miré hacia arriba. Me quedé de pie, helado, pestañeando<br />
en la nieve enceguecedora que caía, caía, caía en silencio. Vi las altas ventanas del hotel,<br />
las luces, las sombras.<br />
¿Cómo será allí? pensé. ¿Estará encendido el fuego? ¿Estará tibio como el<br />
aliento?¿Quiénes son esas gentes? ¿Estarán bebiendo? ¿Serán felices?<br />
¿Saben siquiera que estoy AQUÍ?<br />
<strong>LA</strong> MUERTE Y <strong>LA</strong> DONCEL<strong>LA</strong><br />
Muy lejos, mas allá del bosque, más allá del mundo, vivía la vieja Mam, y allí había<br />
vivido noventa años, con la puerta herméticamente cerrada, sin abrirle a nadie, fuese el<br />
viento, la lluvia, un gorrión que andaba picoteando, o un niño que traía un balde de<br />
cangrejos. Si alguien daba unos golpecitos en los postigos; ella gritaba sin abrir:<br />
—¡Vete, Muerte!<br />
—¡No soy la Muerte! —le contestaban.<br />
Pero ella respondía. —Muerte, te conozco, hoy traes la forma de una muchacha. ¡Pero<br />
te veo los huesos detrás de las pecas!<br />
O a cualquier otro que llamara:<br />
—¡Te veo, Muerte! —exclamaba la vieja Mam—. ¡Hoy vienes como afilador de tijeras!<br />
Pero la puerta tiene triple cerradura y doble tranca. ¡He puesto papel matamoscas en las<br />
rendijas, cintas en los agujeros de las llaves, trapos en las chimeneas, telas de araña en<br />
los postigos, y he cortado la electricidad para que no entres deslizándote con la corriente!<br />
No hay teléfono para que no puedas llamar a mi casa a las tres de la oscura mañana. Y<br />
tengo tapones de algodón en las orejas para no oír lo que respondes a lo que estoy<br />
diciendo. ¡Vete, pues, Muerte!<br />
Así había sido a lo largo de la historia del pueblo. <strong>La</strong> gente de aquel mundo que estaba<br />
más allá del bosque hablaba de ella y a veces los chicos que dudaban del cuento, tiraban<br />
palos a las tejas del tejado para oírle gritar a la vieja Mam: —¡Sigue, adiós, tú que vas de<br />
negro con la cara blanca, blanca!<br />
Y el cuento era que la vieja Mam, con semejante táctica, viviría siempre. Después de<br />
todo, la Muerte no podría entrar, ¿verdad? Los viejos microbios de la casa ya habían<br />
abandonado la lucha hacía tiempo, y se habrían ido a dormir. Todos los microbios nuevos<br />
que corrían por el país con nombres nuevos cada semana o cada diez días, si uno les<br />
creía a los periódicos, no podrían atravesar el olor del musgo, la ruda, el tabaco negro y la<br />
semilla de ricino en puertas y ventanas.<br />
—Nos enterrará a todos —decían en el pueblo alejado por donde pasaba el tren.<br />
—Los enterraré a todos —decía la vieja Mam, sola y haciendo solitarios en la oscuridad<br />
con barajas en Braille.<br />
Y así fue.<br />
Pasaron los años sin que otro visitante, fuera muchacho, muchacha, vagabundo o<br />
buhonero, llamara a la puerta. Dos veces por año un dependiente de almacén del lejano<br />
mundo, un viejo de setenta años, llegaba con paquetes que quizá eran semillas para<br />
pájaros, que podrían haber sido bizcochos de leche, pero que venían sin duda dentro de