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LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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—Se pondrá bien —dije, no a ellos sino a alguien, esperanzado, a mí mismo.<br />

<strong>La</strong> mujer levantó la manivela. El armatoste soltó una andanada de vidrios y hierros<br />

viejos en su horrible interior.<br />

—<strong>La</strong> melodía —dije como atontado— . ¿Cómo se llama?<br />

—¿Usted es sordo? —estalló la mujer—. ¡Es el himno nacional! ¿No le molestaría<br />

quitarse la gorra?<br />

Le mostré la gorra nueva que tenía en la mano.<br />

<strong>La</strong> mujer echó una mirada hacia arriba.<br />

—¡<strong>La</strong> suya, hombre la suya!<br />

—¡Oh! —Ruborizándome, me saque la vieja gorra de la cabeza.<br />

Ahora tenía una gorra en cada mano.<br />

<strong>La</strong> mujer movía la manivela. Salía "música". <strong>La</strong> lluvia me caía en la frente, los<br />

párpados, la boca.<br />

En el extremo del puente me detuve ante la dura, lenta decisión: ¿cuál de las gorras<br />

me pondría en el cráneo empapado?<br />

<strong>La</strong> semana siguiente atravesé el puente varias veces, pero allí estaba siempre la pareja<br />

de viejos con su artefacto demoníaco, y absolutamente nadie más.<br />

En nuestro último día de Dublín, mi mujer se dispuso a guardar la gorra nueva de<br />

tweed, junto con las otras mías, en la maleta.<br />

—Gracias, no. —Se la quité.— Déjala afuera, sobre la repisa de la chimenea, por favor.<br />

Sí.<br />

Aquella noche el gerente del hotel trajo una botella de despedida a nuestro cuarto. <strong>La</strong><br />

charla fue agradable y larga, se hizo tarde, el fuego de la chimenea era como un león<br />

anaranjado, grande y vivo, había coñac en los vasos y silencio por un momento en la<br />

habitación, quizá porque descubrimos de pronto que el silencio caía en grandes copos<br />

suaves del otro lado de las altas ventanas.<br />

El gerente, vaso en mano, observó el encaje continuo, miró hacia abajo las piedras de<br />

medianoche y al fin dijo, en voz muy baja: —Sólo quedamos unos pocos.<br />

Me volví hacia mi mujer y ella me miró.<br />

El gerente se dio cuenta.<br />

—¿Así que lo conocen? ¿El se los ha dicho?<br />

—Sí. ¿Pero qué significa la frase?<br />

El gerente observó todas aquellas figuras allí abajo, de pie en las sombras, y tomó un<br />

trago.<br />

—Alguna vez pensé que quería decir que había peleado con el Ejército Rebelde de<br />

Irlanda y que quedaban unos pocos de ellos. Pero no. O que quizá quería decir que en un<br />

mundo más rico la población de los mendigos va desapareciendo. Pero tampoco es eso.<br />

Quizá quiera decir entonces que no hay muchos "seres humanos" que miren, que vean lo<br />

que miran, y entiendan que hay uno que pide y otro que da. Todo el mundo está tan<br />

ocupado, corriendo por aquí, saltando por allá, que no queda tiempo para que nos<br />

miremos los unos a los otros. Pero sospecho que esto tiene que ser una tontería, una<br />

invención, pamplinas sentimentales.<br />

Se volvió a medias desde la ventana. —¿Así que ustedes conocen lo de "Sólo<br />

quedamos unos pocos", verdad?<br />

Mi mujer y yo asentimos.<br />

—¿Entonces conocen a la mujer del bebé?<br />

—Sí —dije.<br />

—¿Y la del cáncer?<br />

—Sí —dijo mi mujer.<br />

—¿Y el hombre que necesita dinero para pagarse el tren a Cork?<br />

—Belfast —dije yo.<br />

—Galway —dijo mi mujer.

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