LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera
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puente de O'Connell, mirando, mirando una pila de buenas, y gruesas gorras. Yo no necesitaba otra, tenía una provisión para toda la vida en una maleta, pero entré allí a gastar el dinero en una fina y abrigada gorra de color castaño, y la tomé en mis manos y le di vueltas y más vueltas, como en un extraño trance. —Señor —dijo el vendedor—. La gorra es número siete. Me parece que la cabeza de usted, señor, es siete y medio. —Esta me servirá. Esta me servirá. —Me metí la gorra en el bolsillo. —Permítame que se la envuelva, señor... —¡No! —Con las mejillas encendidas, sospechando de pronto lo que yo estaba por hacer, salí volando. Allí estaba el puente bajo la suave llovizna. Todo lo que necesitaba hacer ahora era caminar... En medio del puente, faltaba mi cantor. En lugar del cantor, un viejo y una vieja le daban a la manivela de un organillo que parecía un piano y que chillaba y tosía como un molinillo de café alimentado a vidrio y piedras, y que no emitía melodías sino una grande y melancólica especie de indigestión de hierro. Esperé a que la canción, si era una canción, terminara. Sobé la gorra nueva de tweed en el puño transpirado mientras el organillo lanzaba pinchazos, detonaciones y estampidos. —¡El diablo te lleve! parecían decir el viejo y la vieja, furiosos con el trabajo, las caras amenazadoramente pálidas, los ojos enrojecidos bajo la lluvia—. ¡Páganos! ¡Escucha! ¡Pero no te daremos una melodía! ¡Invéntala tú! —decían los labios mudos. Y allí en el sitio donde el mendigo sin gorra cantaba siempre, pensé: ¿Por qué no toman un quinto del dinero que ganan en un mes y afinan la cosa? ¡Si yo le diese a la manivela, me gustaría que saliera una melodía, por lo menos para mí! Si estuvieras tú dándole a la manivela, contesté. Pero no estás. Y es evidente que detestan el oficio de mendigar, quién podría condenarlos, y no quieren devolver una canción familiar como recompensa. Qué diferente de mi amigo sin gorra. ¿Mi amigo? Pestañeé sorprendido, después di un paso y saludé con un ademán. —Disculpen. El hombre del acordeón... La mujer dejó de sacudir la manivela y me miró fijo. —¿Ah? —El hombre sin gorra bajo la lluvia. —¡Ah, ése! —dijo bruscamente la mujer. —¿No ha venido hoy? —¿Usted lo ve? —gritó la mujer. Empezó a darle a la manivela del infernal aparato. Puse un penique en la taza de latón. La mujer me miró de reojo como si hubiera escupido en la taza. Puse otro penique. La mujer se detuvo. —¿Sabe dónde está? —pregunté. —Enfermo. En cama. ¡Este frío maldito! Lo oímos irse tosiendo. —¿Sabe dónde vive? —¡No! —¿Sabe cómo se llama? —Vamos, ¿quién puede saberlo? Me quedé allí, sintiéndome perdido, pensando en el hombre, solo, en alguna parte de la ciudad. Miré tontamente la gorra nueva. Los dos viejos me observaban incómodos. Eché un último chelín en la taza.
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puente de O'Connell, mirando, mirando una pila de buenas, y gruesas gorras. Yo no<br />
necesitaba otra, tenía una provisión para toda la vida en una maleta, pero entré allí a<br />
gastar el dinero en una fina y abrigada gorra de color castaño, y la tomé en mis manos y<br />
le di vueltas y más vueltas, como en un extraño trance.<br />
—Señor —dijo el vendedor—. <strong>La</strong> gorra es número siete. Me parece que la cabeza de<br />
usted, señor, es siete y medio.<br />
—Esta me servirá. Esta me servirá. —Me metí la gorra en el bolsillo.<br />
—Permítame que se la envuelva, señor...<br />
—¡No! —Con las mejillas encendidas, sospechando de pronto lo que yo estaba por<br />
hacer, salí volando.<br />
Allí estaba el puente bajo la suave llovizna. Todo lo que necesitaba hacer ahora era<br />
caminar...<br />
En medio del puente, faltaba mi cantor.<br />
En lugar del cantor, un viejo y una vieja le daban a la manivela de un organillo que<br />
parecía un piano y que chillaba y tosía como un molinillo de café alimentado a vidrio y<br />
piedras, y que no emitía melodías sino una grande y melancólica especie de indigestión<br />
de hierro.<br />
Esperé a que la canción, si era una canción, terminara. Sobé la gorra nueva de tweed<br />
en el puño transpirado mientras el organillo lanzaba pinchazos, detonaciones y<br />
estampidos.<br />
—¡El diablo te lleve! parecían decir el viejo y la vieja, furiosos con el trabajo, las caras<br />
amenazadoramente pálidas, los ojos enrojecidos bajo la lluvia—. ¡Páganos! ¡Escucha!<br />
¡Pero no te daremos una melodía! ¡Invéntala tú! —decían los labios mudos.<br />
Y allí en el sitio donde el mendigo sin gorra cantaba siempre, pensé: ¿Por qué no<br />
toman un quinto del dinero que ganan en un mes y afinan la cosa? ¡Si yo le diese a la<br />
manivela, me gustaría que saliera una melodía, por lo menos para mí! Si estuvieras tú<br />
dándole a la manivela, contesté. Pero no estás. Y es evidente que detestan el oficio de<br />
mendigar, quién podría condenarlos, y no quieren devolver una canción familiar como<br />
recompensa.<br />
Qué diferente de mi amigo sin gorra.<br />
¿Mi amigo?<br />
Pestañeé sorprendido, después di un paso y saludé con un ademán.<br />
—Disculpen. El hombre del acordeón...<br />
<strong>La</strong> mujer dejó de sacudir la manivela y me miró fijo.<br />
—¿Ah?<br />
—El hombre sin gorra bajo la lluvia.<br />
—¡Ah, ése! —dijo bruscamente la mujer.<br />
—¿No ha venido hoy?<br />
—¿Usted lo ve? —gritó la mujer.<br />
Empezó a darle a la manivela del infernal aparato. Puse un penique en la taza de latón.<br />
<strong>La</strong> mujer me miró de reojo como si hubiera escupido en la taza. Puse otro penique. <strong>La</strong><br />
mujer se detuvo.<br />
—¿Sabe dónde está? —pregunté.<br />
—Enfermo. En cama. ¡Este frío maldito! Lo oímos irse tosiendo.<br />
—¿Sabe dónde vive?<br />
—¡No!<br />
—¿Sabe cómo se llama?<br />
—Vamos, ¿quién puede saberlo?<br />
Me quedé allí, sintiéndome perdido, pensando en el hombre, solo, en alguna parte de la<br />
ciudad. Miré tontamente la gorra nueva.<br />
Los dos viejos me observaban incómodos.<br />
Eché un último chelín en la taza.