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LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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El hombre abrió la boca. Cantó.<br />

<strong>La</strong> dulce y clara voz de barítono que corrió por el puente de O'Connell, regular y<br />

segura, era de una entonación hermosa y firme, sin un temblor, sin una falla. El hombre<br />

se limitó a abrir la boca, y fue como si se le hubiesen abierto en el cuerpo toda clase de<br />

puertas secretas. No parecía tanto que cantara sino que el alma se le hubiese soltado.<br />

—Oh —dijo mi mujer— qué hermosura.<br />

—Una hermosura —asentí.<br />

Lo escuchamos cantar toda la ironía de la Hermosa Ciudad de Dublín donde llueve en<br />

invierno treinta centímetros por mes, seguida por la claridad de vino blanco de Kathleen<br />

Mavourneen, Macushlah y los otros fatigados zagales, doncellas, colinas, pasadas glorias,<br />

presentes miserias, pero todo como si en cierto modo hubiera renacido y circulara joven y<br />

recién pintado en la liviana primavera, en una súbita negación de la lluvia de invierno. Si el<br />

hombre respiraba de algún modo, tenía que ser por las orejas, tan suave era la línea, tan<br />

regular la emisión de las palabras que se seguían redondas una tras otra.<br />

—Pero si podría estar en un escenario —dijo mi mujer.<br />

—Quizá lo estuvo alguna vez.<br />

—Oh, es demasiado bueno para estar ahí.<br />

—Lo he pensado a menudo.<br />

Mi mujer manoteó el bolso. Pasé la mirada de ella al cantor, con la lluvia que le caía en<br />

la cabeza descubierta, y se le escurría por el pelo pegado como un barniz, temblándole en<br />

los lóbulos de las orejas. Mi mujer tenía el bolso abierto.<br />

Y entonces, la extraña perversidad. Antes que mi mujer pudiera acercarse al cantor, la<br />

tomé del codo y la llevé al otro lado del puente. Ella se resistió un momento, echándome<br />

una mirada, y al fin cedió.<br />

Mientras nos íbamos por las orillas del Liffey, el hombre empezó una nueva canción,<br />

una que hemos oído a menudo en Irlanda. Miré por encima del hombro y allí estaba, la<br />

cabeza orgullosa, los anteojos negros que recibían el chaparrón, la boca abierta y la voz<br />

hermosa y clara:<br />

"Me alegraré cuando estés muerto<br />

en tu tumba, viejo,<br />

me alegraré cuando estés muerto<br />

en tu tumba, viejo,<br />

me alegraré cuando estés muerto,<br />

con flores sobre la cabeza,<br />

y entonces me casaré con el jornalero..."<br />

Sólo después, mirando hacia atrás, ves que mientras hacías todas las otras cosas de la<br />

vida, trabajando en un artículo sobre una parte de Irlanda en el hotel batido por la lluvia,<br />

llevando a tu mujer a comer, vagando por los museos, también tenías puesto el ojo en la<br />

calle y en aquellos que se servían sirviendo.<br />

Los mendigos de Dublín, ¿quién se molesta en preguntarse sobre ellos, en mirarlos,<br />

verlos, conocerlos, entenderlos? Sin embargo la película exterior del ojo ve y la película<br />

interior de la mente registra, y uno mismo, preso entre ambas, ignora el raro servicio de<br />

que son capaces estas dos mitades de un brillante sentido.<br />

Es lo que hice y no me preocupé de los mendigos. Así huí de ellos o caminé para<br />

encontrarlos, alternativamente. Así oí sin oír, pensé sin pensar:<br />

“¡Sólo quedamos unos pocos!"<br />

Un día tuve la seguridad de que el hombre gárgola que tomaba su ducha diaria en el<br />

puente de O'Connell mientras cantaba ópera irlandesa, no era ciego. Y a continuación<br />

que su cabeza era para mí una masa de oscuridad.<br />

Una tarde me descubrí detenido delante de una tienda de artículos de tweed, cerca del

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