LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera
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—Ese es el problema —dije al final—. No lo sé.<br />
Y los dos, al pasar, miramos al hombre que estaba de pie allí en el centro mismo del<br />
puente de O'Connell.<br />
Era un hombre no muy alto, una encorvada estatua sacada quizá de algún jardín, y<br />
tenía las ropas, como las ropas de la mayoría en Irlanda, demasiado lavadas por la<br />
intemperie, y el pelo demasiado agrisado por el humo del aire, y las mejillas manchadas<br />
de barba, y uno o dos mechones de pelo inútil en cada oreja, y las mejillas encendidas de<br />
alguien que ha estado demasiado tiempo al frío y ha bebido demasiado en la taberna<br />
quizá para estar otra vez demasiado tiempo al frío. Unos anteojos oscuros le ocultaban<br />
los ojos, y no se podía decir qué había del otro lado. Yo había empezado a preguntarme,<br />
semanas atrás, si esa mirada me seguía, condenando mi velocidad culpable, o si sólo los<br />
oídos percibían el paso de una atormentada conciencia. Había aquel terrible miedo de<br />
que yo le arrebatara al pasar los anteojos de la nariz. Pero mucho más temía yo el posible<br />
abismo en el que mis sentidos, con un terrible rugido, podían tropezar y caer. Era<br />
preferible no saber si detrás de los vidrios ahumados se abrían ojos de civeta o espacios<br />
interestelares.<br />
Pero había una razón especial por la que yo no podía aguantar al hombre.<br />
Durante dos buenos meses lo había visto bajo la lluvia, el viento y la nieve, allí de pie,<br />
sin gorra ni sombrero en la cabeza.<br />
Era el único hombre en toda Dublín a quien yo veía bajo los aguaceros y las lloviznas,<br />
de pie y solo, con la humedad colándosele por las orejas, corriéndole por el pelo rojo<br />
ceniza, que se le pegaba al cráneo, escurriéndosele por las cejas y goteándole por los<br />
lentes de insecto negro carbón a la nariz perlada por la lluvia.<br />
<strong>La</strong> lluvia le bajaba por los costurones de las mejillas, por las arrugas que le rodeaban la<br />
boca, por la barbilla, como una tormenta por la piedra de una gárgola. El agudo mentón le<br />
goteaba regularmente como una espita mal cerrada hasta la bufanda de tweed y el abrigo<br />
color locomotora.<br />
—¿Por qué no usa sombrero? —dije de pronto.<br />
—Bueno —dijo mi mujer—, quizá no lo tiene.<br />
—Tiene que tenerlo.<br />
—Baja la voz.<br />
—Tiene que tenerlo —dije en voz más baja.<br />
—Quizá no le alcanza el dinero.<br />
—No hay nadie tan pobre, ni siquiera en Dublín. ¡Todo el mundo tiene por lo menos<br />
una gorra!<br />
—Quizá tiene cuentas que pagar, o a alguien enfermo.<br />
—Pero estar durante semanas y meses, bajo la lluvia, sin doblar la cabeza ni volverla,<br />
ignorar la lluvia, está más allá de lo concebible. —Sacudí la cabeza.— No puedo sino<br />
pensar que es una triquiñuela. Tiene que ser. Como en los otros, esta es su manera de<br />
ganarse la simpatía de la gente, hacer que uno se sienta helado y miserable como él, y le<br />
dé más.<br />
—Apuesto a que ya lamentas haberlo dicho —dijo mi mujer.<br />
—Sí. Lo lamento. —Porque aún con gorra la lluvia me corría por la nariz.— Dios de los<br />
cielos, ¿cuál es la respuesta?<br />
—¿Por qué no se lo preguntas?<br />
—No. —Eso me daba todavía más miedo.<br />
Entonces ocurrió lo último, algo que correspondía al hecho de que el hombre estuviera<br />
con la cabeza descubierta bajo la lluvia.<br />
Durante un momento, mientras hablábamos a cierta distancia, el hombre había<br />
guardado silencio. Ahora, como si la intemperie acabara de devolverlo a la vida, le dio una<br />
sacudida al acordeón. De la caja que se estiraba y encogía como una serpiente, estrujó<br />
una serie de notas asmáticas que no eran una introducción a lo que vino luego.