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LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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Me detuve para recobrar el aliento, meditando sobre mi propia imagen: los ojos febriles,<br />

la boca indefensa y exaltada.<br />

—Muy bien, dilo —suspiré—. Es la cara que pongo.<br />

—Me encanta la cara que pones. —Ella me tomó del brazo.— Me gustaría poder<br />

hacerlo.<br />

Miré hacia atrás mientras uno de los mendigos desaparecía a grandes zancadas en la<br />

oscuridad llevándose mis chelines.<br />

—Sólo quedamos unos pocos —dije en voz alta—. ¿Qué quiso decir con eso?<br />

—Sólo quedamos unos pocos. —Mi mujer miraba las sombras.— ¿Eso dijo?<br />

—Es como para pensarlo. ¿Unos pocos de qué? ¿Dónde quedan?<br />

<strong>La</strong> calle estaba vacía ahora. Había empezado a llover.<br />

—Bueno —dije por fin—, déjame que te muestre el misterio todavía mayor, el hombre<br />

que me provoca extrañas y salvajes furias, y luego me calma hasta la delicia. Resuélvelo<br />

y resolverás el misterio de todos los mendigos que en el mundo han sido.<br />

—¿En el puente de O'Connell? —preguntó mi mujer.<br />

—En el puente de O'Connell —dije.<br />

Y seguimos andando bajo la lluvia suave y brumosa.<br />

A medio camino, mientras examinábamos un hermoso cristal irlandés en un<br />

escaparate, una mujer que llevaba un chai en la cabeza me tocó el codo.<br />

—¡Perdida! —<strong>La</strong> mujer sollozó.— Mi pobre hermana. ¡Cáncer, dijo el doctor, se muere<br />

en un mes! ¡Y yo con tantas bocas que alimentar! ¡Ah, Dios, si por lo menos tuviera usted<br />

un penique!<br />

Sentí que el brazo de mi mujer apretaba el mío.<br />

Miré a la mujer, dividido como siempre, entre una mitad que decía: "¡No pide más que<br />

un penique!", mientras la otra dudaba: "¡Mujer astuta, sabe que pidiendo de menos le<br />

darán de más!" y odiándome a mí mismo por la batalla de las dos mitades.<br />

Contuve el aliento. —Usted es...<br />

—¿Soy qué, señor?<br />

¡Pero si es la mujer que estaba junto al hotel con el bebé envuelto!, pensé.<br />

—¡Estoy enferma! —<strong>La</strong> mujer se escondió en la oscuridad.— Enferma de llorar por<br />

alguien que está medio muerta.<br />

Has metido al nene en alguna parte, pensé, y te has puesto un chai verde en vez del<br />

chai gris y has corrido para salimos aquí al paso.<br />

—Cáncer... —Una campana en su torre, y sabía cómo hacerla sonar.— Cáncer ...<br />

Mi mujer la interrumpió. —Perdóneme, ¿pero no es usted la misma mujer que<br />

acabamos de encontrar en el hotel?<br />

Tanto la mujer como yo nos sobresaltamos ante esta insubordinación jerárquica. ¡Eso<br />

no se hace!<br />

<strong>La</strong> cara de la mujer se encogió. Miré más de cerca. Ah, sí, Dios mío, era una cara<br />

diferente. No podía sino admirarla. <strong>La</strong> mujer sabía, sentía, había aprendido lo que los<br />

actores saben, sienten, aprenden: que arremetiendo, chillando, todo arrogancia de labios<br />

orgullosos en un momento, se es un personaje; y que hundiéndose, cediendo, encogiendo<br />

la boca y achicando los ojos en una lastimosa caída, se es otro. <strong>La</strong> misma mujer, sí,<br />

¿pero la misma cara y el mismo papel? Evidentemente no.<br />

Me dio un último golpe bajo.<br />

—Cáncer.<br />

Cedí.<br />

Hubo entonces una breve lucha cuerpo a cuerpo, en cierto modo me entendí con una<br />

de las mujeres y me desentendí de la otra. <strong>La</strong> esposa perdió mi brazo y la extraña<br />

encontró mi cartera. Y como si anduviera sobre patines, dio la vuelta como una flecha* en<br />

la esquina, sollozando de felicidad.<br />

—¡Señor! —Con reverencia, la vi irse.— Ha estudiado a Stanislavsky. Dice en un libro

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