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LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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muestre cómo manejarlos?<br />

—¡Muy bien, muéstrame! ¡Adelante!<br />

De un empujón abrí de par en par las puertas del ascensor y atravesamos la recepción<br />

del Royal Hibernian Hotel echando una mirada de reojo a la noche de hollín.<br />

—Jesús ven y ayúdame —murmuré—. Ahí están, las cabezas levantadas, los ojos<br />

inflamados. Ya huelen a pastel de manzana.<br />

—Te espero en la librería dentro de dos minutos —dijo mi mujer—. Observa ahora.<br />

—¡Espera! —exclamé.<br />

Pero ella ya estaba del otro lado de la puerta, bajaba los peldaños y seguía por la<br />

acera.<br />

Observé, la nariz pegada al vidrio.<br />

Los mendigos de una esquina, los otros, los de enfrente, los que estaban cruzando en<br />

diagonal desde el hotel, se inclinaron hacia mi mujer. Les resplandecían los ojos.<br />

Mi mujer los miró con calma un largo rato.<br />

Los mendigos vacilaron, y estoy seguro que les crujieron los zapatos. Después se les<br />

asentaron los huesos. Se les cayeron las bocas. Los ojos se apagaron. <strong>La</strong>s cabezas se<br />

hundieron.<br />

Sopló el viento.<br />

Con un tat-tat de tamborcito, los zapatos de mi mujer se alejaron animadamente,<br />

desapareciendo.<br />

Desde la Bodega, abajo, oí llegar música y carcajadas. Bajaré corriendo, pensé y me<br />

zamparé un trago fuerte. Después, con resucitado coraje ...<br />

Caramba, pensé, y abrí de un empujón la puerta.<br />

El efecto fue como si alguien hubiera golpeado una vez un gongo mongólico de bronce.<br />

Creí oír una tremenda aspiración de aire.<br />

Después escuché suelas de zapatos que sacaban chispas al empedrado. Los hombres<br />

venían corriendo, salpicando de luciérnagas los ladrillos con los grandes clavos de los<br />

zapatos. Vi manos que se agitaban. <strong>La</strong>s bocas se abrieron en sonrisas como viejos<br />

pianos.<br />

Calle abajo, en la librería, mi mujer esperaba, vuelta de espaldas. Pero el tercer ojo que<br />

tenía en la nuca debió de haber pescado la escena: Colón recibido con júbilo por los<br />

indios, San Francisco entre sus amigas ardillas con una bolsa de avellanas. Durante un<br />

momento terrible me sentí como un papa en el balcón de San Pedro y abajo un tumulto, o<br />

por lo menos los Timultys.<br />

Estaba en mitad de los peldaños cuando una mujer se vino a la carga, arrojándome el<br />

bulto desenvuelto.<br />

—¡Ah, mire a este pobre niño! —gimió. Contemplé al bebé.<br />

El bebé también me miró.<br />

Dios de los cielos, aquella cosa sagaz me hizo una guiñada, ¿sí o no?<br />

Me he vuelto loco, pensé; los ojos del nene están cerrados. <strong>La</strong> mujer lo ha llenado de<br />

cerveza para mantenerlo caliente y en exhibición.<br />

Mis manos, mis monedas, se desparramaron entre ellos.<br />

—¡Alabado sea!<br />

—¡El niño se lo agradece, señor!<br />

—Ah, claro. ¡Sólo quedamos unos pocos!<br />

Pasé entre ellos y seguí, siempre corriendo. Derrotado, podía haber seguido el resto<br />

del camino lentamente, arrastrando los pies, con mi resolución como masilla en la boca,<br />

pero no, seguí corriendo, pensando. ¿El bebé es real, verdad? ¿No es un maniquí? No.<br />

Yo lo había oído llorar muchas veces. Grandísima tal por cual, pensé, lo pellizca cuando<br />

ve llegar a Okeemogo, de Iowa. Cínico, exclamé en silencio, y respondí: No... cobarde.<br />

Mi mujer, sin volverse, vio mi reflejo en la vitrina de la librería y me hizo una seña con la<br />

cabeza.

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