LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera
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noches antes.<br />
—Oh, lo conozco —dijo mi mujer—. Me detuvo a mediodía. Quería dinero para tomar el<br />
tren a Galway.<br />
—¿Se lo diste?<br />
—No —dijo mi mujer simplemente.<br />
Entonces ocurrió lo peor. ¡El demonio que estaba abajo, en la acera, miró hacia arriba y<br />
que me maten si no me hizo un saludo!<br />
Tuve que contenerme para no devolvérselo. Una sonrisa como una mueca de asco<br />
jugó en mis labios.<br />
—Se ha puesto de tal modo que detesto salir del hotel —dije.<br />
—Hace frío afuera, es cierto. —Mi mujer estaba cerrándose el abrigo.<br />
—No —dije—. No es por el frío. Es por ellos.<br />
Y miramos de nuevo por la ventana.<br />
Allí estaba la calle empedrada de Dublín con el viento de la noche que soplaba un fino<br />
hollín en dirección a Trinity College, por un lado, y por otro a St. Stephen's Green.<br />
Enfrente, junto a la bombonería, había dos hombres momificados en las sombras. En la<br />
esquina, un solo hombre, con las manos hundidas en los bolsillos, se compadecía de sus<br />
sepultos huesos, con una mordaza de hielo por barba. Más lejos, en el vano de una<br />
puerta, un paquete de periódicos viejos se movía como un montón de ratas y le deseaba<br />
a uno lo mejor si acertaba a pasar por allí. Abajo, junto a la entrada del hotel, había una<br />
mujer como una rosa de recalentado invernáculo con un atado misterioso.<br />
—Ah, los mendigos —dijo mi mujer.<br />
—No, no precisamente "ah, los mendigos" —dije—, sino ah, la gente en las calles, que<br />
de algún modo se convierten en mendigos.<br />
—Parece una película. Todos allí abajo esperando en la oscuridad que salga el héroe.<br />
—El héroe —dije—. Soy yo, diablos.<br />
Mi mujer me echó una mirada penetrante. —¿No les tendrás miedo?<br />
—Sí, no. Diablos. <strong>La</strong> mujer del atado es la peor. Es una fuerza de la naturaleza, eso.<br />
Te asalta con su pobreza. En cuanto a los otros ... para mí son ahora una gran partida de<br />
ajedrez. ¿Cuánto hace que estamos en Dublín, ocho semanas? Ocho semanas sentado<br />
aquí con mi máquina de escribir, estudiando las horas de entrada y de salida. Cuando<br />
hacen la pausa del café, yo también, corro a la bombonería, a la librería, al Teatro<br />
Olympia. Si salgo en el momento adecuado, no hay limosnas, no es necesario que troten<br />
hasta la peluquería o la cocina. Conozco todas las salidas secretas del hotel.<br />
—Señor —dijo mi mujer—, pareces abatido.<br />
—Lo estoy. ¡Pero sobre todo por el mendigo del puente de O'Connell!<br />
—¿Cuál?<br />
—Es cierto, cuál. Es maravilloso, aterrador. Lo odio, lo amo. Verlo es ya desconfiar.<br />
Ven.<br />
El ascensor, que había frecuentado aquel pozo descuidado durante cien años, subió al<br />
cielo balanceándose, arrastrando las impías cadenas y los espantosos intestinos. <strong>La</strong><br />
puerta se abrió. El ascensor gruñó como si le hubiéramos pisado la barriga. Con grandes<br />
protestas de tedio, el fantasma se hundió de vuelta en la tierra, con nosotros adentro.<br />
En el camino mi mujer dijo: —Si mantuvieras la cara derecha, los mendigos no te<br />
molestarían.<br />
—Mi cara —expliqué pacientemente— es mi cara. Es de Pastel de Manzana,<br />
Wisconsin, Sarsaparrilla, Maine. Llevo escrito en la frente: "Bueno con los perros" para<br />
que todos lo lean. Deja que la calle esté vacía, deja que yo salga y se aparece una<br />
multitud de pedigüeños en huelga, de todas las bocas de tormenta en varios kilómetros a<br />
la redonda.<br />
—Si por lo menos —dijo mi mujer— aprendieras a mirar por encima, alrededor o a<br />
través de esa gente, a mirarla bajando los ojos. —Pensó un momento.— ¿Quieres que te