LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera
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estaba abierta la caja de oro y dentro de la caja la cosa que susurraba, hablaba y a veces<br />
podía reírse y a veces podía cantar. Tomó la caja dorada y la puso delante de Fabián y<br />
esperó a que él metiera la mano viviente en la delicada oquedad, como un guante, y<br />
esperó a que la bonita boca se estremeciera y los ojitos miraran. No tuvo que esperar<br />
mucho.<br />
—<strong>La</strong> primera carta llegó hace un mes.<br />
—No.<br />
—<strong>La</strong> primera carta llegó hace un mes.<br />
—¡No, no!<br />
—<strong>La</strong> carta decía: "Riabúchinska, nacida en 1914, muerta en 1935. Nacida de nuevo en<br />
1935." El señor Ockham era prestidigitador. Había estado en el mismo programa con John<br />
y el Dulce William años atrás. Recordaba que alguna vez había habido una mujer, antes<br />
de que hubiera una marioneta.<br />
—¡No, no es cierto!<br />
—Sí —dijo la voz.<br />
<strong>La</strong> nieve caía en el camarín, en silencios y silencios cada vez más profundos. <strong>La</strong> boca<br />
de Fabián temblaba. Miró las paredes vacías como buscando una nueva puerta por donde<br />
escapar. Se levantó a medias de la silla. —Por favor...<br />
—Ockham lo amenazó con hablarle de nosotros a todo el mundo.<br />
Króvitch vio que la muñeca se estremecía, vio el temblor de los labios, vio los ojos de<br />
Fabian muy abiertos y fijos y la garganta convulsa y apretada como para detener el<br />
susurro.<br />
—Yo... yo estaba en la habitación cuando llegó el señor Ockham. Estaba en mi caja y<br />
escuché y oí, y sé. —<strong>La</strong> voz se hizo confusa, luego se recobró y prosiguió.— El señor<br />
Ockham amenazó con hacerme pedazos, con quemarme si John no le pagaba mil<br />
dólares. Y de pronto hubo el ruido de una caída. Un grito. Me pareció que la cabeza del<br />
señor Ockham golpeaba el piso. Oí que John gritaba, lo oí maldecir, lo oí sollozar.<br />
Escuché un jadeo y un ahogo.<br />
—¡No oíste nada! ¡Eres sorda, eres ciega! ¡Eres de madera! —gritó Fabian.<br />
—¡Pero oigo! —dijo ella, y se detuvo como si alguien le hubiera puesto una mano sobre<br />
la boca.<br />
Fabian se había incorporado de un salto y se quedó con la muñeca en la mano. <strong>La</strong><br />
boca golpeó dos, tres veces, y habló al fin. —El ruido de ahogo pasó de pronto. Escuché<br />
a John que arrastraba al señor Ockham por las escaleras hasta el subsuelo del teatro,<br />
donde están los viejos camarines que hace años no se usan. Abajo, abajo, abajo, los<br />
escuché irse, cada vez más lejos... más abajo.<br />
Króvitch dio un paso atrás como si estuviera viendo una película que de pronto se<br />
había vuelto monstruosamente grande. ¡<strong>La</strong>s figuras lo aterraban y lo asustaban, eran<br />
dominantes, inmensas! Amenazaban aplastarlo. Alguien había aumentado el sonido y se<br />
oía un chillido ahora.<br />
Vio los dientes de Fabian, una mueca, un susurro, un puño que se cerraba. Vio que los<br />
ojos del hombre se cerraban con fuerza.<br />
Ahora la voz suave era tan alta y débil que temblaba apagándose.<br />
—No estoy hecha para vivir así. No nos queda nada. Todo el mundo sabrá, todo el<br />
mundo. Incluso anoche cuando lo mataste y me quedé dormida, soñé. Supe, comprendí.<br />
Los dos supimos, los dos comprendimos que estos serían nuestros últimos días, nuestras<br />
últimas horas. Porque si bien he vivido con tu debilidad y con tus mentiras, no puedo vivir<br />
con algo que mata y hace daño cuando mata. No hay manera de ir adelante ahora.<br />
¿Cómo puedo vivir sabiéndolo? ...<br />
Fabian sostuvo a la muñeca a la luz del sol que brillaba turbiamente en la ventana del<br />
pequeño camarín. Ella lo miró y no tenía nada en los ojos. <strong>La</strong> mano de Fabian se<br />
estremeció, sacudiendo la marioneta. <strong>La</strong> boquita se abrió y se cerró, se abrió y se cerró,