LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

09.05.2013 Views

lluvia y sol y primer polvo de nieve que cae del otro lado de un vidrio claro en mitad de una noche de diciembre. No había manera, no había manera alguna de atrapar el copo de nieve sin que se derritiera rápidamente entre los dedos torpes. Y sin embargo el Dulce William hablaba, suspirando y susurrando, después de medianoche: —Puedes hacerlo. Sí, sí, tú puedes hacerlo. Y entonces Fabián empezó. Le llevó todo un mes tallar las manos para que fueran tan naturales y hermosas como conchillas al sol. Otro mes para que el esqueleto, como la huella de un fósil estampada y oculta en la madera, se mostrara dé algún modo, febril e infinitamente delicado, como unas vetas en la carne blanca de una manzana. Y entre tanto el Dulce William yacía cubierto de polvo en una caja que se iba convirtiendo rápidamente en un verdadero ataúd. El Dulce William que refunfuñaba y silbaba algún débil sarcasmo, alguna crítica acida, algún atisbo, alguna ayuda, pero que se moría, se desvanecía; pronto no lo tocaría nadie, pronto sería como una vaina que se abre en verano y cae y se la lleva el viento. A medida que pasaban las semanas y Fabian suavizaba, raspaba, pulía la nueva madera, el Dulce William pasaba cada vez más tiempo metido en un silencio abrumador, y un día, mientras Fabian lo sostenía en la mano, el Dulce William pareció mirarlo un momento con ojos desconcertados, y luego un estertor de muerte le subió a la garganta. Y el Dulce William murió. Ahora, mientras Fabian trabajaba, un tembloroso, débil intento de lenguaje le empezó muy atrás en la garganta y le repercutió allí como un eco, hablándole silenciosamente como una brisa entre las hojas secas. Y entonces por primera vez sostuvo la muñeca de cierta manera en las manos, y la memoria bajó a los brazos y a los dedos, y de los dedos a la madera ahuecada y las manitas se agitaron y el cuerpo se volvió de pronto suave y flexible y los ojos se abrieron y lo miraron. Y la pequeña boca se entreabrió apenas una fracción de un centímetro y la muñeca estuvo preparada para hablar y él supo todas las cosas que ella tenía que decirle, supo la primera, la segunda y la tercera cosa que él le haría decir. Hubo un susurro, un susurro, un susurro. La minúscula cabeza se movió primero para un lado, después para el otro, suavemente. La boca se abrió a medias de nuevo y habló. Y mientras hablaba, él dobló la cabeza y pudo sentir el aliento tibio —¡claro que estaba allí!— que le salía a ella de la boca, y cuando escuchó muy atentamente, alzándola hasta la cabeza, con los ojos cenados, ¿no estaba allí también, suave, dulcemente, el latido del corazón? Króvitch se quedó quieto en la silla todo un minuto, cuando Fabian dejó de hablar. Por fin dijo: —Ya veo. ¿Y su mujer? —¿Alyce? Fue mi segunda ayudante, desde luego. Trabajaba duro, y Dios la ayude, me quería. Es difícil ahora saber por qué me casé con ella. No estuvo bien de mi parte. —¿Y el muerto ... Ockham? —Nunca lo había visto antes que usted me mostrara el cadáver, ayer en el subsuelo del teatro. —Fabián —dijo el detective. —¡La verdad, la verdad, demonios, juro que es la verdad! —La verdad. —Fue un susurro como el mar cuando llega a la orilla gris por la mañana temprano. El agua refluía en la arena en un fino encaje. El cielo estaba frío y vacío. No había gente en la orilla. El sol se había ido. Y el susurro dijo de nuevo—: La verdad. Fabián se sentó muy tieso y se tomó las rodillas con las manos delgadas. Tenía la cara rígida. Króvitch se encontró haciendo el mismo movimiento que el día antes: mirando el techo gris como si fuera un cielo de noviembre y un pájaro solitario pasara y se fuera, gris en el frío gris. —La verdad. —El sonido era más leve.— La verdad. Króvitch se levantó y se movió con mucho cuidado hasta el extremo del camarín donde

lluvia y sol y primer polvo de nieve que cae del otro lado de un vidrio claro en mitad de<br />

una noche de diciembre. No había manera, no había manera alguna de atrapar el copo de<br />

nieve sin que se derritiera rápidamente entre los dedos torpes.<br />

Y sin embargo el Dulce William hablaba, suspirando y susurrando, después de<br />

medianoche: —Puedes hacerlo. Sí, sí, tú puedes hacerlo.<br />

Y entonces Fabián empezó. Le llevó todo un mes tallar las manos para que fueran tan<br />

naturales y hermosas como conchillas al sol. Otro mes para que el esqueleto, como la<br />

huella de un fósil estampada y oculta en la madera, se mostrara dé algún modo, febril e<br />

infinitamente delicado, como unas vetas en la carne blanca de una manzana.<br />

Y entre tanto el Dulce William yacía cubierto de polvo en una caja que se iba<br />

convirtiendo rápidamente en un verdadero ataúd. El Dulce William que refunfuñaba y<br />

silbaba algún débil sarcasmo, alguna crítica acida, algún atisbo, alguna ayuda, pero que<br />

se moría, se desvanecía; pronto no lo tocaría nadie, pronto sería como una vaina que se<br />

abre en verano y cae y se la lleva el viento.<br />

A medida que pasaban las semanas y Fabian suavizaba, raspaba, pulía la nueva<br />

madera, el Dulce William pasaba cada vez más tiempo metido en un silencio abrumador,<br />

y un día, mientras Fabian lo sostenía en la mano, el Dulce William pareció mirarlo un<br />

momento con ojos desconcertados, y luego un estertor de muerte le subió a la garganta.<br />

Y el Dulce William murió.<br />

Ahora, mientras Fabian trabajaba, un tembloroso, débil intento de lenguaje le empezó<br />

muy atrás en la garganta y le repercutió allí como un eco, hablándole silenciosamente<br />

como una brisa entre las hojas secas. Y entonces por primera vez sostuvo la muñeca de<br />

cierta manera en las manos, y la memoria bajó a los brazos y a los dedos, y de los dedos<br />

a la madera ahuecada y las manitas se agitaron y el cuerpo se volvió de pronto suave y<br />

flexible y los ojos se abrieron y lo miraron.<br />

Y la pequeña boca se entreabrió apenas una fracción de un centímetro y la muñeca<br />

estuvo preparada para hablar y él supo todas las cosas que ella tenía que decirle, supo la<br />

primera, la segunda y la tercera cosa que él le haría decir. Hubo un susurro, un susurro,<br />

un susurro.<br />

<strong>La</strong> minúscula cabeza se movió primero para un lado, después para el otro,<br />

suavemente. <strong>La</strong> boca se abrió a medias de nuevo y habló. Y mientras hablaba, él dobló la<br />

cabeza y pudo sentir el aliento tibio —¡claro que estaba allí!— que le salía a ella de la<br />

boca, y cuando escuchó muy atentamente, alzándola hasta la cabeza, con los ojos<br />

cenados, ¿no estaba allí también, suave, dulcemente, el latido del corazón?<br />

Króvitch se quedó quieto en la silla todo un minuto, cuando Fabian dejó de hablar. Por<br />

fin dijo: —Ya veo. ¿Y su mujer?<br />

—¿Alyce? Fue mi segunda ayudante, desde luego. Trabajaba duro, y Dios la ayude,<br />

me quería. Es difícil ahora saber por qué me casé con ella. No estuvo bien de mi parte.<br />

—¿Y el muerto ... Ockham?<br />

—Nunca lo había visto antes que usted me mostrara el cadáver, ayer en el subsuelo<br />

del teatro.<br />

—Fabián —dijo el detective.<br />

—¡<strong>La</strong> verdad, la verdad, demonios, juro que es la verdad!<br />

—<strong>La</strong> verdad. —Fue un susurro como el mar cuando llega a la orilla gris por la mañana<br />

temprano. El agua refluía en la arena en un fino encaje. El cielo estaba frío y vacío. No<br />

había gente en la orilla. El sol se había ido. Y el susurro dijo de nuevo—: <strong>La</strong> verdad.<br />

Fabián se sentó muy tieso y se tomó las rodillas con las manos delgadas. Tenía la cara<br />

rígida. Króvitch se encontró haciendo el mismo movimiento que el día antes: mirando el<br />

techo gris como si fuera un cielo de noviembre y un pájaro solitario pasara y se fuera, gris<br />

en el frío gris.<br />

—<strong>La</strong> verdad. —El sonido era más leve.— <strong>La</strong> verdad.<br />

Króvitch se levantó y se movió con mucho cuidado hasta el extremo del camarín donde

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