LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera
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se apretaba el cuello del abrigo.<br />
Vio los labios que se movían en la oscuridad y la voz de ella, como separada en otra<br />
banda de sonido, le habló otra vez en el viento otoñal, y recordó que sin decir sí o no o<br />
quizá, ella estuvo de pronto en el escenario, en el gran chorro de luz brillante, y en dos<br />
meses, él que siempre había exhibido un cinismo y una incredulidad orgullosos, había ido<br />
tras ella hasta poner un pie en el abismo, cayendo en un sitio sin fondo, ni límites, ni luz.<br />
Hubo muchas discusiones, más que discusiones: cosas dichas y hechas sin sentido, ni<br />
cordura, ni justicia. Al final la muchacha fue alejándose de él poco a poco, provocándole<br />
furias e histerias tremendas. Una vez él le quemó todo el guardarropas en un ataque de<br />
celos. <strong>La</strong> muchacha lo tomó con tranquilidad. Pero una noche él le dio un preaviso de una<br />
semana, la acusó de deslealtad monstruosa, le gritó, la sacudió, le cruzó la cara de varias<br />
bofetadas y la hizo salir con un portazo. <strong>La</strong> muchacha desapareció aquella noche.<br />
Al día siguiente cuando descubrió que ella se había ido de veras y que no la<br />
encontraba, creyó estar en el centro de una titánica explosión. El mundo entero había sido<br />
aniquilado y los ecos de la explosión repercutían a medianoche, a las cuatro de la<br />
mañana, al alba, y él estaba en pie temprano, ensordecido por el ruido del café que se<br />
calentaba y el ruido de los fósforos y de los cigarrillos que se encendían y dé él mismo<br />
tratando de afeitarse y mirándose en espejos que lo distorsionaban y lo ponían enfermo.<br />
Recortó todos los anuncios que puso en los diarios y pegó en prolijas columnas en un<br />
cuaderno todos los avisos en que la describía y hablaba de ella y le pedía que volviera.<br />
Llegó hasta a pagar los servicios de un detective privado. <strong>La</strong> gente habló. <strong>La</strong> policía cayó<br />
por allí a interrogarlo. Hubo nuevas habladurías.<br />
Pero la muchacha había desaparecido como un pedazo de papel increíblemente frágil<br />
que hubiera volado al cielo. Se envió la descripción de la muchacha a las ciudades más<br />
importantes, y para la policía ese fue el final. Pero no para Fabian. Ella podía haberse<br />
muerto o quizá había huido, pero dondequiera que estuviese, él sabía que de una u otra<br />
manera la haría volver.<br />
Una noche llegó a su casa llevando consigo su propia oscuridad, y se desplomó en una<br />
silla, y antes de saberlo se encontró hablando con el Dulce William en la habitación<br />
totalmente negra.<br />
—William, todo ha terminado. ¡No puedo resistir!<br />
Y William exclamó: —¡Cobarde! ¡Cobarde! —desde el aire, sobre la cabeza de Fabián,<br />
con voz salida de la nada—. ¡Puedes conseguir que vuelva si quieres!<br />
El Dulce William le chilló y lo palmeó en la noche.— ¡Sí que puedes! ¡Piensa! —<br />
insistía—. Piensa una manera. Tú puedes hacerlo. Déjame de lado, enciérrame. Empieza<br />
todo de nuevo.<br />
—¿Empezar todo de nuevo?<br />
—Sí —murmuró el Dulce William, y la oscuridad se movió dentro de la oscuridad—. Sí.<br />
Compra madera. Compra una fina madera nueva. Compra una madera de grano duro.<br />
Compra una hermosa madera muy nueva. Y tállala. Tállala lentamente, cuidadosamente.<br />
Cincela. Corta delicadamente. Haz así las aletas de la nariz. Y talla las cejas negras<br />
arqueadas y altas, así, y hazle las mejillas un poco hundidas. Talla, talla ...<br />
—¡No! ¡Es tonto! ¡No podría hacerlo nunca!<br />
—Sí, puedes. Sí, puedes, puedes, puedes...<br />
<strong>La</strong> voz se desvaneció, como una onda en una corriente de agua subterránea. <strong>La</strong><br />
corriente creció y devoró a Fabián. <strong>La</strong> cabeza le cayó hacia adelante. El Dulce William<br />
suspiró. Y los dos quedaron allí tendidos como piedras enterradas bajo una catarata.<br />
A la mañana siguiente, John Fabián compró la madera más dura, de grano más fino<br />
que pudo encontrar y se la llevó a su casa y la puso sobre la mesa, pero no podía tocarla.<br />
Estuvo sentado mirándola durante horas. Era imposible pensar que las manos y la<br />
memoria fueran capaces de recrear algo tibio, flexible, familiar, en ese frío pedazo de<br />
materia. No había manera de aproximarse ni siquiera remotamente a aquella calidad de