LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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09.05.2013 Views

Fabian miraba la carita menuda y la transpiración le brillaba en las mejillas. La tarde siguiente el oficial Króvitch atravesó los bastidores a oscuras, encontró las escaleras de hierro y las subió con mucha cautela, tomándose todo el tiempo que le pareció necesario en cada escalón, hasta llegar al segundo piso de camarines. Llamó a una de las puertas delgadas. —Entre —dijo la voz de Fabian como desde muy lejos. Króvitch entró, cerró la puerta y se quedó mirando a Fabian, hundido de hombros delante del espejo. —Tengo algo que me gustaría mostrarle —dijo Króvitch, con una cara que no mostraba ninguna emoción, y abriendo un sobre de manila sacó una fotografía brillante y la puso en la mesa de tocador. John Fabian alzó las cejas, echó una rápida mirada a Króvitch y se reclinó lentamente en el respaldo de la silla. Apoyó los dedos en el puente de la nariz y se masajeó la cara cuidadosamente, como si le doliera la cabeza. Króvitch dio vuelta la foto y empezó a leer los datos escritos a máquina en el dorso. —Nombre, señorita Ilyana Riamónova. Cincuenta kilos. Ojos azules. Pelo negro. Cara ovalada. Nacida en Nueva York en 1914. Desaparecida en 1934. Se cree que padece de amnesia. De padres eslavo-rusos. Etcétera. Etcétera. Los labios se le crisparon a Fabian. Króvitch dejó la fotografía, sacudiendo pensativo la cabeza. —Era muy tonto de mi parte indagar los archivos de la policía buscando la foto de una marioneta. Hubiera escuchado usted las carcajadas en los cuarteles centrales, Dios. Pero ahí está... Riabúchinska. No de papel maché, no de madera, no un fantoche, sino una mujer que alguna vez vivió y anduvo por ahí y... desapareció, —Króvitch clavó los ojos en Fabian.— ¿Qué le parece si usted me cuenta lo que vino luego? Fabian sonrió a medias. —Absolutamente nada de eso. Vi el retrato de esta mujer hace tiempo, me gustó la cara y la copié en la marioneta. —Absolutamente nada de eso. —Króvitch tomó aliento y bufó enjugándose la cara con un pañuelo enorme.— Fabian, esta mañana misma revolví una pila así de alta de la revista Billboard. En el año 1934 encontré un interesante artículo sobre un espectáculo presentado en un circuito de segunda categoría, y conocido con el nombre de Fabian y el Dulce William. El Dulce William era un muñeco. Había una muchacha de ayudante: Ilyana Riamónova. No había ningún retrato de ella en el artículo, pero por lo menos yo tenía el nombre, el nombre de una persona real a quien podía seguir. Fue sencillo buscar en los archivos de la policía y desenterrar este retrato. El parecido, es innecesario decirlo, entre la mujer viviente por un lado y la marioneta por otro es poco menos que increíble. Supongamos que usted da marcha atrás y me cuenta de nuevo la historia, Fabian. —Era mi ayudante, eso es todo. Sencillamente la usé como modelo. —Me está haciendo sudar, Fabian —dijo el detective—. ¿Usted cree que soy tonto? ¿Cree que no reconozco el amor cuando lo veo? Lo he observado manejar la marioneta, lo he visto hablarle, he visto cómo la hace reaccionar. Usted está enamorado de la muñeca, Fabian, por supuesto, porque estaba muy enamorado, pero muy enamorado de la mujer original. He vivido demasiado para no sentirlo. Demonios, Fabian, déjese de esquivar el bulto. Fabian levantó las pálidas y delgadas manos, las dio vuelta, las examinó y las dejó caer. —Está bien. En 1934 yo aparecía en los programas como Fabian y el Dulce William. El Dulce William era un muñeco de nariz achatada que había tallado yo mismo muchos años atrás. Estaba en Los Angeles cuando esa muchacha apareció en la entrada de artistas una noche. Había seguido mi trabajo durante años. Estaba desesperada por encontrar empleo y confiaba en ser mi ayudante... La recordaba en la media luz del callejón detrás del teatro y cómo lo sorprendió la frescura de ella y el deseo que tenía de trabajar, con él y por él, y la forma en que la lluvia fría caía suavemente en el callejón estrecho y le dejaba lentejuelas en el pelo, que se fundía en la oscura calidez, y cómo la lluvia le perlaba la mano de porcelana con que ella

Fabian miraba la carita menuda y la transpiración le brillaba en las mejillas.<br />

<strong>La</strong> tarde siguiente el oficial Króvitch atravesó los bastidores a oscuras, encontró las<br />

escaleras de hierro y las subió con mucha cautela, tomándose todo el tiempo que le<br />

pareció necesario en cada escalón, hasta llegar al segundo piso de camarines. Llamó a<br />

una de las puertas delgadas. —Entre —dijo la voz de Fabian como desde muy lejos.<br />

Króvitch entró, cerró la puerta y se quedó mirando a Fabian, hundido de hombros delante<br />

del espejo. —Tengo algo que me gustaría mostrarle —dijo Króvitch, con una cara que no<br />

mostraba ninguna emoción, y abriendo un sobre de manila sacó una fotografía brillante y<br />

la puso en la mesa de tocador.<br />

John Fabian alzó las cejas, echó una rápida mirada a Króvitch y se reclinó lentamente<br />

en el respaldo de la silla. Apoyó los dedos en el puente de la nariz y se masajeó la cara<br />

cuidadosamente, como si le doliera la cabeza. Króvitch dio vuelta la foto y empezó a leer<br />

los datos escritos a máquina en el dorso. —Nombre, señorita Ilyana Riamónova.<br />

Cincuenta kilos. Ojos azules. Pelo negro. Cara ovalada. Nacida en Nueva York en 1914.<br />

Desaparecida en 1934. Se cree que padece de amnesia. De padres eslavo-rusos.<br />

Etcétera. Etcétera.<br />

Los labios se le crisparon a Fabian. Króvitch dejó la fotografía, sacudiendo pensativo la<br />

cabeza. —Era muy tonto de mi parte indagar los archivos de la policía buscando la foto de<br />

una marioneta. Hubiera escuchado usted las carcajadas en los cuarteles centrales, Dios.<br />

Pero ahí está... Riabúchinska. No de papel maché, no de madera, no un fantoche, sino<br />

una mujer que alguna vez vivió y anduvo por ahí y... desapareció, —Króvitch clavó los<br />

ojos en Fabian.— ¿Qué le parece si usted me cuenta lo que vino luego?<br />

Fabian sonrió a medias. —Absolutamente nada de eso. Vi el retrato de esta mujer hace<br />

tiempo, me gustó la cara y la copié en la marioneta.<br />

—Absolutamente nada de eso. —Króvitch tomó aliento y bufó enjugándose la cara con<br />

un pañuelo enorme.— Fabian, esta mañana misma revolví una pila así de alta de la<br />

revista Billboard. En el año 1934 encontré un interesante artículo sobre un espectáculo<br />

presentado en un circuito de segunda categoría, y conocido con el nombre de Fabian y el<br />

Dulce William. El Dulce William era un muñeco. Había una muchacha de ayudante: Ilyana<br />

Riamónova. No había ningún retrato de ella en el artículo, pero por lo menos yo tenía el<br />

nombre, el nombre de una persona real a quien podía seguir. Fue sencillo buscar en los<br />

archivos de la policía y desenterrar este retrato. El parecido, es innecesario decirlo, entre<br />

la mujer viviente por un lado y la marioneta por otro es poco menos que increíble.<br />

Supongamos que usted da marcha atrás y me cuenta de nuevo la historia, Fabian.<br />

—Era mi ayudante, eso es todo. Sencillamente la usé como modelo.<br />

—Me está haciendo sudar, Fabian —dijo el detective—. ¿Usted cree que soy tonto?<br />

¿Cree que no reconozco el amor cuando lo veo? Lo he observado manejar la marioneta,<br />

lo he visto hablarle, he visto cómo la hace reaccionar. Usted está enamorado de la<br />

muñeca, Fabian, por supuesto, porque estaba muy enamorado, pero muy enamorado de<br />

la mujer original. He vivido demasiado para no sentirlo. Demonios, Fabian, déjese de<br />

esquivar el bulto.<br />

Fabian levantó las pálidas y delgadas manos, las dio vuelta, las examinó y las dejó<br />

caer.<br />

—Está bien. En 1934 yo aparecía en los programas como Fabian y el Dulce William. El<br />

Dulce William era un muñeco de nariz achatada que había tallado yo mismo muchos años<br />

atrás. Estaba en Los Angeles cuando esa muchacha apareció en la entrada de artistas<br />

una noche. Había seguido mi trabajo durante años. Estaba desesperada por encontrar<br />

empleo y confiaba en ser mi ayudante...<br />

<strong>La</strong> recordaba en la media luz del callejón detrás del teatro y cómo lo sorprendió la<br />

frescura de ella y el deseo que tenía de trabajar, con él y por él, y la forma en que la lluvia<br />

fría caía suavemente en el callejón estrecho y le dejaba lentejuelas en el pelo, que se<br />

fundía en la oscura calidez, y cómo la lluvia le perlaba la mano de porcelana con que ella

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