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LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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increíblemente delicada. Nadie aceptaría que alguna vez fue parte de muchos bosques<br />

alejados de las ciudades y las gentes necias.<br />

<strong>La</strong> mujer de Fabian, Alyce, observaba a su marido, sin dejar de mirarle la boca. Los<br />

ojos no le pestañearon ni una vez en todo el tiempo en que él habló de la muñeca que<br />

tenía en brazos. El a su vez no parecía consciente de nada excepto de la muñeca; el<br />

sótano y las gentes que allí había se borraban en la niebla que lo cubría todo.<br />

Pero al fin la pequeña figura se agitó y estremeció.<br />

—¡Por favor, no hables de mí! Sabes, a Alyce no le gusta.<br />

—A Alyce nunca le ha gustado.<br />

—¡Shhh, no lo digas! —gimió Riabúchinska—. Aquí no, ahora no. —Y luego,<br />

velozmente, se volvió hacia Króvitch y movió los labios minúsculos.— ¿Cómo ocurrió<br />

todo? Lo del señor Ockham, quiero decir, el señor Ockham.<br />

Fabian dijo: —Es mejor que te vayas a dormir ahora, Ria.<br />

—Pero yo no quiero —contestó Riabúchinska—. ¡Tengo tanto derecho a escuchar y<br />

hablar, soy tan parte de este asesinato como Alyce o ... o el señor Douglas incluso!<br />

El agente de prensa arrojó el cigarrillo. —No me metas en esto ... —Y miró a la muñeca<br />

como si de pronto fuera de un metro ochenta de alto y estuviera respirando allí delante.<br />

—Es sólo porque quiero que se diga la verdad. —Riabúchinska volvió la cabeza para<br />

mirar a todos los que estaban en la habitación. Y si me encierran en mi ataúd no habrá<br />

verdad, porque John es un consumado mentiroso y tengo que vigilarlo ¿no es cierto,<br />

John?<br />

—Sí —dijo Fabian, con los ojos cerrados—. Supongo que sí.<br />

—John me quiere más que a todas las mujeres del mundo, y yo lo quiero y trato de<br />

entender su equivocada manera de pensar.<br />

Króvitch dio un puñetazo en la mesa.<br />

—¡Maldición, Fabian! Si cree usted que puede...<br />

—Yo no puedo nada —dijo Fabian.<br />

—Pero ella...<br />

—Lo sé, sé lo que usted quiere decir —dijo Fabian con calma, mirando al detective—.<br />

<strong>La</strong> tengo en la garganta, ¿no es cierto? No, no. No en la garganta. En alguna otra parte.<br />

No sé. Aquí, o aquí. —Se tocó el pecho, la cabeza.— Es rápida para esconderse. A veces<br />

no puedo hacer nada. A veces es sólo ella, sin nada de mí. A veces me dice lo que tengo<br />

que hacer, y obedezco. Está en guardia, se enoja conmigo, es honrada cuando soy<br />

deshonesto, buena cuando junto todos los pecados posibles. Vive una vida aparte. Ha<br />

levantado un muro en mi cabeza y vive allí, ignorándome si trato de hacerle decir algo<br />

incorrecto, colaborando si sugiero las palabras y los gestos adecuados. —Fabian<br />

suspiró.— De modo que si usted quiere seguir me temo que Ria tenga que estar presente.<br />

Con encerrarla no haremos nada bueno, nada bueno.<br />

El oficial Króvitch se sentó en silencio casi un minuto y al fin tomó una decisión.<br />

—Muy bien. Que se quede. Bien puede ser que antes de terminada la noche, por todos<br />

los demonios, esté lo bastante cansado como para interrogar a una muñeca de<br />

ventrílocuo.<br />

Króvitch desenvolvió un cigarro nuevo, lo encendió y arrojó una bocanada de humo. —<br />

¿De modo que usted no reconoce al muerto, señor Douglas?<br />

—Tiene un aire vagamente familiar. Podría ser un actor.<br />

Króvitch dijo una palabrota. —Acabemos con las mentiras, ¿qué está diciendo? Mire<br />

los zapatos de Ockham, la ropa. Es evidente que necesitaba dinero y que vino aquí esta<br />

noche a mendigar, pedir prestado o robar algo. Permítame que le haga una pregunta,<br />

Douglas. ¿Está usted enamorado de la señora Fabián?<br />

—¡Un momento! —exclamó Alyce Fabián.<br />

Króvitch le indicó que se tranquilizara. —Se sentaron ahí, los dos juntos. No soy<br />

precisamente ciego. ¡Cuando un agente de prensa se sienta donde tendría que estar

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