LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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09.05.2013 Views

William los contemplaba, y contemplaba el desierto y también a Robert, que sonreía y asentía. Las caras del padre, la madre, la hija, el hijo resplandecían ahora, mirando al desierto. —Oh —murmuró la chica—, ¿está realmente allí? Y el padre asintió, la cara iluminada por lo que veía, apenas dentro de los límites de lo visible y un poco más allá de lo que puede conocerse. Habló como si estuviera solo en una iglesia-bosque. —Sí. Dios mío, y qué hermoso es. William empezó a levantar la cabeza, pero Robert murmuró. —Despacio. Está viniendo. No te esfuerces. Despacio, Will. Y entonces William supo lo que debía hacer. —Voy a quedarme con los chicos —dijo. Y caminó lentamente y se quedó de pie detrás del chico y la chica. Estuvo largo rato allí, como un hombre entre dos cálidas hogueras, calentándose en una tarde fría, y respiró con facilidad y al fin dejó que los ojos subieran, dejó que la atención se volviera sin esfuerzo hacia el desierto crepuscular y la esperada ciudad de la penumbra. Y allí en el polvo que subía suavemente soplado desde la tierra, reunido en el viento en siluetas de torres, espirales y minaretes, estaba el espejismo. William sintió la respiración de Robert en el cuello, cerca, murmurando, hablando a medias consigo mismo. "¡Fue un milagro de rara invención, una soleada mansión de placer con cavernas de hielo!" Y la ciudad estaba allí. Y el sol se puso y salieron las primeras estrellas. Y la ciudad era muy clara cuando William se oyó a sí mismo repitiendo, en voz alta o quizá solo: —Fue un milagro de rara invención... Se quedaron en la oscuridad hasta que dejaron de ver. Y ASÍ MURIÓ RIABÚCHINSKA El sótano era cemento frío y el muerto piedra fría y en el aire caía una lluvia invisible, mientras la gente se juntaba a mirar el cuerpo como si el mar lo hubiese dejado en una playa desierta a la mañana. La gravedad de la tierra se concentraba allí, en el sótano mismo, una gravedad tan inmensa que les tiraba hacia abajo las caras, les doblaba las comisuras de la boca y les chupaba las mejillas. Las manos les colgaban pesadamente, y los pies estaban como plantados en el piso; no podían moverse sin parecer que caminaban bajo el agua. Una voz llamaba, pero nadie escuchó. La voz volvió a llamar y sólo después de un largo rato la gente se volvió y miró un momento al aire. Estaban a orillas del mar en noviembre, y era el grito de una gaviota allí arriba en el color gris del alba. Era un grito triste, como el de los pájaros que se van al sur al acercarse el acerado invierno. Era un océano que resonaba en una costa tan lejana que sólo se oía como un murmullo de arena y viento en un caracol marino. La gente del entresuelo deslizó la mirada hasta una mesa donde había una caja dorada de no más de sesenta centímetros de largo y que tenía grabado el nombre de Riabúchinska. Debajo de la tapa del pequeño ataúd, la voz se afirmó al fin con decisión, y

William los contemplaba, y contemplaba el desierto y también a Robert, que sonreía y<br />

asentía.<br />

<strong>La</strong>s caras del padre, la madre, la hija, el hijo resplandecían ahora, mirando al desierto.<br />

—Oh —murmuró la chica—, ¿está realmente allí?<br />

Y el padre asintió, la cara iluminada por lo que veía, apenas dentro de los límites de lo<br />

visible y un poco más allá de lo que puede conocerse. Habló como si estuviera solo en<br />

una iglesia-bosque.<br />

—Sí. Dios mío, y qué hermoso es.<br />

William empezó a levantar la cabeza, pero Robert murmuró. —Despacio. Está viniendo.<br />

No te esfuerces. Despacio, Will.<br />

Y entonces William supo lo que debía hacer.<br />

—Voy a quedarme con los chicos —dijo.<br />

Y caminó lentamente y se quedó de pie detrás del chico y la chica. Estuvo largo rato<br />

allí, como un hombre entre dos cálidas hogueras, calentándose en una tarde fría, y respiró<br />

con facilidad y al fin dejó que los ojos subieran, dejó que la atención se volviera sin<br />

esfuerzo hacia el desierto crepuscular y la esperada ciudad de la penumbra.<br />

Y allí en el polvo que subía suavemente soplado desde la tierra, reunido en el viento en<br />

siluetas de torres, espirales y minaretes, estaba el espejismo.<br />

William sintió la respiración de Robert en el cuello, cerca, murmurando, hablando a<br />

medias consigo mismo.<br />

"¡Fue un milagro de rara invención,<br />

una soleada mansión de placer<br />

con cavernas de hielo!"<br />

Y la ciudad estaba allí.<br />

Y el sol se puso y salieron las primeras estrellas.<br />

Y la ciudad era muy clara cuando William se oyó a sí mismo repitiendo, en voz alta o<br />

quizá solo: —Fue un milagro de rara invención...<br />

Se quedaron en la oscuridad hasta que dejaron de ver.<br />

Y ASÍ MURIÓ RIABÚCHINSKA<br />

El sótano era cemento frío y el muerto piedra fría y en el aire caía una lluvia invisible,<br />

mientras la gente se juntaba a mirar el cuerpo como si el mar lo hubiese dejado en una<br />

playa desierta a la mañana. <strong>La</strong> gravedad de la tierra se concentraba allí, en el sótano<br />

mismo, una gravedad tan inmensa que les tiraba hacia abajo las caras, les doblaba las<br />

comisuras de la boca y les chupaba las mejillas. <strong>La</strong>s manos les colgaban pesadamente, y<br />

los pies estaban como plantados en el piso; no podían moverse sin parecer que<br />

caminaban bajo el agua.<br />

Una voz llamaba, pero nadie escuchó.<br />

<strong>La</strong> voz volvió a llamar y sólo después de un largo rato la gente se volvió y miró un<br />

momento al aire. Estaban a orillas del mar en noviembre, y era el grito de una gaviota allí<br />

arriba en el color gris del alba. Era un grito triste, como el de los pájaros que se van al sur<br />

al acercarse el acerado invierno. Era un océano que resonaba en una costa tan lejana<br />

que sólo se oía como un murmullo de arena y viento en un caracol marino.<br />

<strong>La</strong> gente del entresuelo deslizó la mirada hasta una mesa donde había una caja dorada<br />

de no más de sesenta centímetros de largo y que tenía grabado el nombre de<br />

Riabúchinska. Debajo de la tapa del pequeño ataúd, la voz se afirmó al fin con decisión, y

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