LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera
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—¿Cómo? ¿Cómo haces volver una cosa así?<br />
Los dos hombres dejaron que las miradas jugaran por la arena, las colinas, las pocas<br />
nubes solitarias, el cielo sin viento y muy quieto.<br />
—Quizá si miramos con el rabillo del ojo, no directamente, si nos tranquilizamos, si lo<br />
tomamos con calma...<br />
Los dos se miraron los zapatos, las manos, las rocas que estaban a sus pies, todo.<br />
Pero al final William se lamentó: —¿Lo somos? ¿Somos puros de corazón?<br />
Robert se rió un poquitito. —Oh, no como los chicos que vinieron aquí hoy y vieron todo<br />
lo que querían ver, ni como la gente simple nacida en los campos de trigo y que van por el<br />
mundo llevados de la mano de Dios y nunca crecerán. No somos ni los niños pequeños ni<br />
los niños grandes, Willy, pero tenemos una cosa: estamos contentos de estar vivos.<br />
Conocemos las mañanas del aire en la carretera, las estrellas que primero suben y luego<br />
bajan por el cielo. Ese bellaco hace mucho que no está contento. Me indigna pensar que<br />
andará por el camino en esa moto todo el resto de la noche, todo el resto del año.<br />
Robert terminaba la frase cuando observó que William volvía cuidadosamente los ojos<br />
hacia un lado, hacia el desierto.<br />
Robert murmuró con cautela: —¿Ves algo?<br />
William suspiró. —No. Quizá mañana...<br />
Un coche bajaba desde la carretera.<br />
Los dos hombres se miraron. Una loca mirada de esperanza les relampagueó en los<br />
ojos. Pero no se atrevieron a agitar las manos y gritar. Se quedaron simplemente con el<br />
cartel pintado en los brazos.<br />
El coche pasó rugiendo.<br />
Los dos hombres lo siguieron con ojos esperanzados.<br />
El coche frenó. Retrocedió. Había un hombre, una mujer, un chico, una chica. El<br />
hombre gritó: —¿Cierran de noche?<br />
William dijo: —No es necesario...<br />
Robert lo interrumpió: —¡Quiere decir que no es necesario pagar! ¡El último cliente del<br />
día y familia pasan gratis! ¡Adelante!<br />
—¡Gracias, vecino, gracias!<br />
El auto avanzó rugiendo hasta el mirador.<br />
William tomó a Robert del codo. —Bob, ¿qué te pasa? ¿Vas a decepcionar a esos<br />
chicos, a esa simpática familia?<br />
—Calla —dijo Robert, suavemente—. Ven.<br />
Los chicos bajaron precipitadamente del auto. El hombre y la mujer salieron lentamente<br />
al atardecer. El cielo era en ese momento todo oro y azul y un pájaro cantó en algún lugar<br />
de los campos de arena y polen leonado.<br />
—Mira —dijo Robert.<br />
Y caminaron hasta ponerse detrás de la familia que se alineaba ahora para mirar el<br />
desierto.<br />
William contuvo el aliento.<br />
El hombre y su mujer entornaron los ojos, incómodos, mirando el crepúsculo.<br />
Los chicos callaban, y abrían los ojos a la luz destilada del sol poniente.<br />
William se aclaró la garganta. —Es tarde... Eh... no se ve muy bien.<br />
El hombre iba a contestar, cuando el chico dijo: —¡Oh, se ve muy bien!<br />
—¡Claro! —<strong>La</strong> chica señaló.— ¡Allí!<br />
<strong>La</strong> madre y el padre siguieron el movimiento de la mano, como si eso pudiera ayudar, y<br />
así fue.<br />
—Dios mío —dijo la mujer—, por un momento pensé... Pero ahora... ¡Sí, allí está!<br />
El hombre leyó en la cara de la mujer, vio allí una cosa, se la llevó prestada y la puso<br />
en la tierra y en el aire.<br />
—Sí —dijo al fin—. Oh, sí.