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LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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de la camisa. —Porque, amigo Will, nosotros somos los puros de corazón. Tenemos una<br />

luz que brilla. Y los malvados del mundo ven esa luz más allá de las lomas y dicen, "<br />

¡Pero si allá hay unos inocentes, de esos que se chupan el dedo el día entero!" Y los<br />

malvados vienen a calentarse las manos a costa nuestra. No sé qué es lo que podemos<br />

hacer, salvo quizá apagar la luz.<br />

—Yo no quisiera hacerlo. —William se quedó rumiando, las palmas de las manos<br />

tendidas hacia el fuego.— Pero me pareció que ésta sería nuestra oportunidad—. Un<br />

hombre como Ned Hopper, con esa vida de bajo vientre blanco, ¿no merece que un rayo<br />

lo parta?<br />

—¿Si lo merece? —Robert ajustó los prismáticos acomodándolos mejor a los ojos.—<br />

¡Pero si es lo que acaba de ocurrir! ¡Oh, tú, hombre de poca fe! —William saltó junto a<br />

Robert. Compartieron los prismáticos, un cristal para cada uno, y miraron hacia abajo.—<br />

¡Mira!<br />

Y William miró y exclamó:<br />

—¡Por todos los demonios ...<br />

—...del último infierno!<br />

Porque allá abajo, Ned Hopper pataleaba alrededor de un coche. <strong>La</strong> gente sacudía los<br />

brazos. Ned les devolvía dinero. El auto arrancó. Se oyeron débilmente los gritos<br />

angustiados de Ned.<br />

William se quedó sin aire. —¡Está devolviendo el dinero! Ahora casi le pega a aquél. ¡El<br />

hombre agita el puño amenazándolo! ¡Ned le devuelve el dinero, también! ¡Mira, otras<br />

despedidas cariñosas!<br />

—¡Viva! —gritó alegremente Robert, contento con lo que veía por la mitad de los<br />

prismáticos.<br />

Abajo todos los coches se iban levantando polvo. Al viejo Ned le dio una violenta<br />

pataleta, arrojó las antiparras al polvo, rompió el letrero, gritó una blasfemia terrible.<br />

—Dios mío —murmuró Robert—. Qué suerte no oír las palabras. ¡Ven, Willy!<br />

Mientras William Bantlin y Robert Greenhill bajaban de vuelta al desvío de la Ciudad<br />

Misteriosa, Ned Hopper se precipitaba entre chillidos de furia. Rebuznando, rugiendo en<br />

su moto, lanzó por el aire el letrero pintado. El cartón subió silbando, como un bumerán, y<br />

bajó zumbando, errándole apenas a Bob. Mucho después que Ned se hubiera ido como<br />

un trueno estrepitoso, William se acercó, levantó el letrero tirado en el suelo, y lo limpió.<br />

Ya era el crepúsculo y el sol tocaba las lomas lejanas y la tierra estaba quieta y<br />

silenciosa y Ned Hopper se había ido, y los dos hombres solos en el abandonado<br />

territorio, en el polvo con miles de huellas, miraron la arena y el aire extraño.<br />

—Oh, no... Sí —dijo Robert.<br />

El desierto estaba vacío en la luz rosa dorado del sol poniente. El espejismo había<br />

desaparecido. Unos pocos demonios de polvo giraban y caían, lejos, en el horizonte, pero<br />

eso era todo.<br />

William dejó escapar un largo gruñido de congoja.— ¡Lo hizo! ¡Ned! ¡Ned Hopper,<br />

vuelve! ¡Ah, maldita sea, Ned, lo has arruinado todo! ¡Que el diablo te lleve! —Se<br />

detuvo.— Bob, ¿cómo puedes quedarte así?<br />

Robert sonrió tristemente. —Me da lástima Ned Hopper.<br />

—¡Lástima!<br />

—Nunca vio lo que nosotros vimos. Nunca vio lo que todos vieron. No creyó nunca ni<br />

un momento. ¿Y sabes qué? El descreimiento es contagioso. Se le pega a la gente.<br />

William exploró la tierra deshabitada. —¿Es eso lo que ocurrió?<br />

—¿Quién sabe? —Robert sacudió la cabeza.— Hay algo seguro: antes la gente venía,<br />

y la ciudad, las ciudades, el espejismo, lo que fuese, estaba ahí. Pero es muy difícil ver<br />

cuando la gente se te interpone en el camino. Nada más que con moverse, Ned Hopper<br />

tapaba el sol con la mano. Algo es seguro, el teatro cerró para siempre.<br />

—¿No podemos ...? —William vaciló.— ¿No podemos abrirlo de nuevo?

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