LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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09.05.2013 Views

tierra.— Hoy estaba yo a treinta kilómetros cuando supe que ustedes me ocultaban algo. Me dije: no es propio de mis compinches que me llevaron hasta aquella mina de oro en el cuarenta y siete, y que me dieron esta moto en una jugada de dados, en el cincuenta y cinco. Todos estos años nos hemos ayudado y resulta que ahora no le cuentan los secretos al amigo Ned. De modo que me vine para aquí. Me he pasado el día subido a aquella colina, espiando. —Ned levantó los prismáticos que le colgaban delante de la chaqueta grasienta.— Ustedes saben que leo en los labios. ¡Claro! Vi todos los coches que venían aquí, la caja. ¡Están ofreciendo todo un espectáculo! —Baja la voz —advirtió Robert—. Hasta la vista. Ned sonrió dulcemente. —Lamento que se vayan. Pero desde luego me parece bien que dejen mi propiedad. —¡Tuya! —Robert y William se quedaron sobrecogidos y dijeron con un susurro tembloroso—: ¿Tuya? Ned se rió. —Cuando vi en qué andaban, me fui con la moto hasta Phoenix. ¿Ven este pedacito de papel del gobierno que me asoma por el bolsillo de atrás? El papel estaba allí, prolijamente doblado. William tendió la mano. —No le des el gusto —dijo Robert. William retiró la mano. —¿Quieres hacernos creer que pediste la concesión de la tierra? Ned encerró la sonrisa dentro de los ojos. —Sí. No. Aunque mintiera, podría llegar a Phoenix en mi moto antes que el carricoche de ustedes. —Ned inspeccionó la tierra con sus prismáticos.— De modo que dejen todo el dinero que han ganado desde las dos de la tarde, en que hice la petición, pues no tienen derecho a estar en mi tierra. Robert arrojó las monedas al polvo. Ned Hopper echó una mirada fortuita al montón reluciente. —¡Acuñadas por el gobierno de los Estados Unidos! ¡Diablos, no se ve nada ahí, pero hay estúpidos que pagan! Robert se volvió lentamente hacia el desierto. —¿No ves nada? Ned gruñó. —¡Nada, y ustedes lo saben! —¡Pero nosotros sí! —exclamó William—. Nosotros... —William —dijo Robert. —¡Pero Bob! —Allá no hay nada. Como dijo él. Ahora venían subiendo más coches en un gran zumbido de motores. —Disculpen, señores, tengo que ocuparme de cobrar las entradas. —Ned se apartó, agitando los brazos.— ¡Sí, señora! ¡Por aquí! ¡Se paga antes de entrar! —¿Por qué? —William observaba a Ned Hopper que corría, gritando.— ¿Por qué le dejamos hacer esto? —Espera —dijo Robert, casi sereno—. Ya verás. Salieron del camino cuando entraban un Ford, un Buick y un antiguo Moon. El crepúsculo. En una loma, a unos doscientos metros más arriba del mirador del Espejismo de la Ciudad Misteriosa, William Bentlin y Robert Greenhill freían y mordisqueaban una somera comida, poco tocino, muchos porotos. De vez en cuando Robert apuntaba unos cascados prismáticos de teatro hacia la escena de abajo. —Hubo treinta clientes desde que nos fuimos esta tarde —observó—. Pero tendrá que cerrar pronto. Sólo le quedan diez minutos de sol. William contempló un poroto solitario en la punta del tenedor. —Una vez más dime, ¿por qué? ¿Por qué cada vez que tenemos suerte, aparece Ned Hopper? Robert echó aliento en los cristales de los prismáticos de teatro y los limpió con el puño

tierra.— Hoy estaba yo a treinta kilómetros cuando supe que ustedes me ocultaban algo.<br />

Me dije: no es propio de mis compinches que me llevaron hasta aquella mina de oro en el<br />

cuarenta y siete, y que me dieron esta moto en una jugada de dados, en el cincuenta y<br />

cinco. Todos estos años nos hemos ayudado y resulta que ahora no le cuentan los<br />

secretos al amigo Ned. De modo que me vine para aquí. Me he pasado el día subido a<br />

aquella colina, espiando. —Ned levantó los prismáticos que le colgaban delante de la<br />

chaqueta grasienta.— Ustedes saben que leo en los labios. ¡Claro! Vi todos los coches<br />

que venían aquí, la caja. ¡Están ofreciendo todo un espectáculo!<br />

—Baja la voz —advirtió Robert—. Hasta la vista.<br />

Ned sonrió dulcemente. —<strong>La</strong>mento que se vayan. Pero desde luego me parece bien<br />

que dejen mi propiedad.<br />

—¡Tuya! —Robert y William se quedaron sobrecogidos y dijeron con un susurro<br />

tembloroso—: ¿Tuya?<br />

Ned se rió. —Cuando vi en qué andaban, me fui con la moto hasta Phoenix. ¿Ven este<br />

pedacito de papel del gobierno que me asoma por el bolsillo de atrás?<br />

El papel estaba allí, prolijamente doblado.<br />

William tendió la mano.<br />

—No le des el gusto —dijo Robert.<br />

William retiró la mano. —¿Quieres hacernos creer que pediste la concesión de la<br />

tierra?<br />

Ned encerró la sonrisa dentro de los ojos. —Sí. No. Aunque mintiera, podría llegar a<br />

Phoenix en mi moto antes que el carricoche de ustedes. —Ned inspeccionó la tierra con<br />

sus prismáticos.— De modo que dejen todo el dinero que han ganado desde las dos de la<br />

tarde, en que hice la petición, pues no tienen derecho a estar en mi tierra.<br />

Robert arrojó las monedas al polvo. Ned Hopper echó una mirada fortuita al montón<br />

reluciente.<br />

—¡Acuñadas por el gobierno de los Estados Unidos! ¡Diablos, no se ve nada ahí, pero<br />

hay estúpidos que pagan!<br />

Robert se volvió lentamente hacia el desierto.<br />

—¿No ves nada?<br />

Ned gruñó.<br />

—¡Nada, y ustedes lo saben!<br />

—¡Pero nosotros sí! —exclamó William—. Nosotros...<br />

—William —dijo Robert.<br />

—¡Pero Bob!<br />

—Allá no hay nada. Como dijo él.<br />

Ahora venían subiendo más coches en un gran zumbido de motores.<br />

—Disculpen, señores, tengo que ocuparme de cobrar las entradas. —Ned se apartó,<br />

agitando los brazos.— ¡Sí, señora! ¡Por aquí! ¡Se paga antes de entrar!<br />

—¿Por qué? —William observaba a Ned Hopper que corría, gritando.— ¿Por qué le<br />

dejamos hacer esto?<br />

—Espera —dijo Robert, casi sereno—. Ya verás.<br />

Salieron del camino cuando entraban un Ford, un Buick y un antiguo Moon.<br />

El crepúsculo. En una loma, a unos doscientos metros más arriba del mirador del<br />

Espejismo de la Ciudad Misteriosa, William Bentlin y Robert Greenhill freían y<br />

mordisqueaban una somera comida, poco tocino, muchos porotos. De vez en cuando<br />

Robert apuntaba unos cascados prismáticos de teatro hacia la escena de abajo.<br />

—Hubo treinta clientes desde que nos fuimos esta tarde —observó—. Pero tendrá que<br />

cerrar pronto. Sólo le quedan diez minutos de sol.<br />

William contempló un poroto solitario en la punta del tenedor. —Una vez más dime,<br />

¿por qué? ¿Por qué cada vez que tenemos suerte, aparece Ned Hopper?<br />

Robert echó aliento en los cristales de los prismáticos de teatro y los limpió con el puño

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