LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera
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Robert dio unos pasos tras el auto, pasmado.<br />
Entonces William estalló súbitamente, abrió los brazos, pegó unos gritos, asestó unos<br />
puntapiés, dio unas volteretas.<br />
—¡Hurra! ¡<strong>La</strong> sal de la tierra! ¡Comida hasta hartarse! ¡Zapatos nuevos y chirriantes!<br />
¡Mírame las manos: puñados!<br />
Pero Robert dijo: —No creo que debamos conservarlo.<br />
William dejó de bailar. —¿Qué?<br />
Robert miró fijo el desierto.<br />
—En realidad no podemos ser los dueños. Está fuera de aquí. Claro, podemos pedir la<br />
concesión de la tierra, pero ... No sabemos siquiera qué es.<br />
—Pero si es Nueva York y ...<br />
—¿Alguna vez has estado en Nueva York?<br />
—Siempre he querido. Pero nunca estuve.<br />
—Siempre has querido. Pero no estuviste nunca. —Robert meneó lentamente la<br />
cabeza.— Lo mismo que los otros. Ya oíste: París. Roma. Londres. Y este ultimo hombre.<br />
Xanadú. Willy, Willy, le hemos echado mano a algo extraño y grande. Me parece que no<br />
hacemos bien.<br />
—¿Por qué? ¿Acaso dejamos a alguien afuera?<br />
—¿Quién sabe? Tal vez veinticinco centavos son demasiado para algunos. No parece<br />
correcto, una cosa natural sujeta a leyes que no son naturales. Mira y dime si me<br />
equivoco.<br />
William miró.<br />
Y la ciudad estaba allí como esa primera ciudad que ve un niño cuando la madre lo<br />
lleva en tren a través de una larga pradera, una mañana temprano, y la ciudad se levanta<br />
cabeza por cabeza, torre por torre para mirarlo, para verlo acercarse. Era así de fresca,<br />
así de nueva, así de vieja, así de aterradora, así de maravillosa.<br />
—Creo —dijo Robert— que deberíamos tomar justo lo suficiente como para comprar la<br />
gasolina de una semana y poner el resto del dinero en la primera alcancía para pobres<br />
que encontremos. Ese espejismo es un arroyo claro y la sed atrae a la gente. Si somos<br />
prudentes, tomaremos un vaso, lo beberemos fresco en el calor del día y nos iremos. Si<br />
nos detenemos, si levantamos barreras y tratamos de adueñarnos de todo el río...<br />
William, mirando a través del viento susurrante de polvo, trató de tranquilizarse, de<br />
aceptar.<br />
—Si tú lo dices.<br />
—Yo no. <strong>La</strong> soledad que nos rodea lo dice.<br />
—¡Pues yo digo otra cosa!<br />
Los dos hombres se volvieron de un salto.<br />
En mitad de la cuesta se alzaba una motocicleta. Sentado en ella, aureolado de aceite,<br />
los ojos cubiertos de antiparras, la grasa cubriéndole las enmarañadas mejillas, había un<br />
hombre de familiar arrogancia y fluido desprecio.<br />
—¡Ned Hopper!<br />
Ned Hopper mostró su sonrisa de máxima benevolencia perversa, soltó los frenos de la<br />
moto y se deslizó cuesta abajo hasta detenerse junto a sus viejos amigos.<br />
—Tú... —dijo Robert.<br />
—¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! —Ned Hopper hizo sonar cuatro veces la bocina de la moto, riéndose<br />
a carcajadas, echando la cabeza hacia atrás.— ¡Yo!<br />
—¡Cállate! —exclamó Robert—. Se quiebra como un espejo.<br />
—¿Qué es lo que se quiebra como un espejo?<br />
William, advirtiendo la preocupación de Robert, echó una mirada aprensiva al desierto.<br />
El espejismo se confundía, temblaba, se desvanecía, y una vez más quedaba<br />
suspendido en el aire como un tapiz.<br />
—¡Ahí no hay nada! ¿Qué se traen, muchachos? —Ned observó las huellas en la