LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera
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—Ned Hopper.<br />
—Encontramos una veta de oro en Tonopah y ¿quién registra primero la mina?<br />
—El viejo Ned.<br />
—¿No le hemos hecho favores toda la vida? ¿No necesitamos algo que sea sólo<br />
nuestro, y que no vaya a parar a sus manos?<br />
—Ha llegado el momento, Willy —dijo Robert, conduciendo con calma—. Lo malo es<br />
que tú, yo y Ned nunca decidimos realmente lo que queríamos. Nosotros recorremos<br />
todos estos pueblos fantasmas, vemos algo, lo tomamos. Ned lo ve y lo toma también. No<br />
lo quiere, lo quiere sólo porque nosotros lo queremos. Lo conserva hasta que nos<br />
perdemos de vista, entonces lo rompe y vuelve a trampearnos. El día que sepamos<br />
realmente lo que queremos será el día en que Ned se asuste de nosotros y huya para<br />
siempre. Ah, caramba. —Bob Greenhill respiró el aire claro y de agua fresca que corría en<br />
ráfagas matinales por encima del parabrisas.— De todos modos está bien. Este cielo.<br />
Esas lomas. El desierto y...<br />
Se le apagó la voz.<br />
Will Bantlin le echó una mirada.<br />
—¿Qué pasa?<br />
—Por algún motivo... —los ojos de Bob Greenhill daban vueltas, las manos como de<br />
cuero hacían girar el volante lentamente—, tenemos que... salir... del camino.<br />
El viejo Ford tropezó contra el borde abrupto del camino. Bajaron a una explanada<br />
polvorienta y de pronto se encontraron recorriendo una seca península de tierra que<br />
dominaba el desierto. Bob Greenhill, que parecía hipnotizado, extendió la mano hacia la<br />
llave de contacto. Debajo de la capota, el viejo dejó de lamentar sus insomnios y se quedó<br />
dormido.<br />
—¿Pero por qué haces esto? —preguntó Will Bantlin.<br />
Bob Greenhill se miró las manos intuitivas en el volante. —Me pareció que tenía que<br />
hacerlo. ¿Por qué? —Pestañeó. Dejó que los huesos se le asentaran, y que los ojos se le<br />
pusieran perezosos.— Quizá sólo para mirar la tierra desde aquí. Bueno. Todo eso está<br />
ahí desde hace mil millones de años.<br />
—Salvo esa ciudad —dijo Will Bantlin.<br />
—¿Ciudad? —dijo Bob.<br />
Se volvió a mirar y el desierto estaba allí y las distantes colinas color de león, y más<br />
allá, suspendida en un mar de arena y luz en la mañana calurosa, una especie de imagen<br />
flotante, el rápido bosquejo de una ciudad.<br />
—No puede ser Phoenix —dijo Bob Greenhill—. Phoenix está a ciento cincuenta<br />
kilómetros. No hay en los alrededores otra gran ciudad.<br />
Will Bantlin dobló el mapa sobre las rodillas, buscando.<br />
—No. No hay otra ciudad.<br />
—¡Se está aclarando más! —exclamó de pronto Bob Greenhill.<br />
Los dos se quedaron absolutamente duros en el coche y miraron por encima del<br />
parabrisas sucio de polvo, mientras el viento les gemía suavemente en las caras ásperas.<br />
—¿Pero sabes qué es eso, Bob? ¡Un espejismo! ¡Claro, es eso! Los rayos de luz<br />
justos, la atmósfera, el cielo, la temperatura. <strong>La</strong> ciudad está en alguna parte, del otro lado<br />
del horizonte. Mira cómo salta, se desvanece, reaparece. ¡Se refleja contra ese cielo que<br />
es como un espejo y es visible aquí! ¡Un espejismo, por Dios!<br />
—¿Tan grande?<br />
Bob Greenhill midió la ciudad que crecía, se aclaraba en un cambio del viento, en un<br />
suave y lejano remolino de arena.<br />
—¡<strong>La</strong> abuelita de todas! No es Phoenix. Ni Santa Fe ni Alamogordo, no. A ver. No es<br />
Kansas...<br />
—De todos modos, queda demasiado lejos.<br />
—Sí, pero mira esos edificios. ¡Grandes! Los más altos del país. Hay sólo un lugar