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LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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huyó, y esta vez, yo misma, pasmada, no lo seguí.<br />

Son muchas las cosas que no sé, esta noche.<br />

Pero de una estoy segura.<br />

Ya no odio a Roger Harrison.<br />

UN MI<strong>LA</strong>GRO <strong>DE</strong> RARA INVENCIÓN<br />

Un día ni demasiado suave ni demasiado ácido, ni demasiado caluroso ni demasiado<br />

frío, el viejo Ford llegó a la colina desértica a tumultuosa velocidad. <strong>La</strong> vibración de las<br />

diversas partes de la carrocería hacía huir a los que andaban por el camino en harinosos<br />

estallidos de polvo. Monstruos de Gila, perezosas muestras de joyería india, se apartaban<br />

a un lado. El Ford, como una infección, clamaba y se alejaba estrepitosamente hacia las<br />

profundidades del desierto.<br />

En el asiento de adelante, mirando hacia atrás, el viejo Will Bantlin gritó: —¡Dobla!<br />

Bob Greenhill hizo girar tambaleándose al viejo Ford detrás de un panel de anuncios.<br />

Instantáneamente los dos hombres se volvieron. Los dos atisbaron por encima del techo<br />

abollado del coche, rogando al polvo que habían removido en el aire: —¡Baja! ¡Baja, por<br />

favor...!<br />

Y el polvo bajó suavemente. Justo a tiempo.<br />

—¡Zambúllete!<br />

Una motocicleta que parecía quemada en los nueve círculos del infierno pasó<br />

atronando el aire. Encorvado sobre el aceitado manubrio, una figura huracanada, un<br />

hombre de cara arrugada y muy desagradable, gafas, y abrasado por el sol, se inclinaba<br />

apoyándose en el viento. <strong>La</strong> moto rugiente y el hombre desaparecieron en el camino.<br />

Los dos viejos subieron al coche, suspirando.<br />

—Hasta la vista, Ned Hopper —dijo Bob Greenhill.<br />

—¿Por qué? —dijo Will Bantlin—. ¿Por qué siempre andará pisándonos los talones?<br />

—Willy-William, no digas tonterías —dijo Greenhill—. Somos la fortuna de Hopper,<br />

unas buenas cabezas de turco. ¿Por qué nos va a dejar si siguiéndonos por todas partes<br />

se hace rico y feliz mientras nosotros somos cada vez más pobres y sabios?<br />

Los dos hombres se miraron, sonriendo, no del todo convencidos. Lo que el mundo no<br />

les había dado, lo habían obtenido de algún otro modo. Habían gozado juntos de treinta<br />

años de no violencia, que en el caso de ellos significaba no trabajar. —Siento que se<br />

acerca una cosecha —decía Will, y escapaban del pueblo antes de que el trigo madurara.<br />

O si no—: ¡Esas manzanas están al caer! —Retrocedían entonces unos quinientos<br />

kilómetros para que no les dieran en la cabeza.<br />

Bob Greenhill llevó lentamente de vuelta el auto al camino, con una magnífica y breve<br />

detonación.<br />

—Willy, amigo, no te desalientes.<br />

—Ya he pasado la etapa del desaliento —dijo Will—. Ahora estoy hundido en la<br />

aceptación.<br />

—¿<strong>La</strong> aceptación de qué?<br />

—Del cofre del tesoro lleno de latas de sardinas un día, y ni un abrelatas. De mil<br />

abrelatas al día siguiente y ni una sardina.<br />

Bob Greenhill escuchó al motor que hablaba consigo mismo como un viejo de noches<br />

insomnes, huesos oxidados y sueños muy gastados.<br />

—<strong>La</strong> mala suerte no nos va a durar siempre, Willy.<br />

—No, pero lo intenta. Tú y yo nos ponemos a vender corbatas ¿y quién aparece del<br />

otro lado de la calle vendiéndolas a diez centavos menos?

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