LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera
LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera
LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera
Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
Entre las temporadas me encontré revisando ocasionales diarios de Chicago, esperando<br />
encontrar algún retrato de ella, degollada como una monstruosa gallina amarilla. Pero no,<br />
no, no...<br />
Casi los había olvidado cuando volvieron esta mañana. Es él muy viejo ya, parece más<br />
un marido chocho que un hijo. De arcilla gris, ojos azul lechoso, boca desdentada, y uñas<br />
manicuradas en manos que parecen más fuertes porque la carne se ha resecado.<br />
Hoy a mediodía, después de quedarse un momento afuera, de pie, como un halcón<br />
solitario y gris que no tiene alas y contempla un cielo al que nunca se ha remontado,<br />
donde nunca voló, Roger entró y me habló, alzando la voz.<br />
—¿Por qué no me lo habías dicho?<br />
—¿Qué cosa? —dije, sirviéndole el helado antes que lo pidiera.<br />
—¡Una de las criadas acaba de mencionarlo, tu marido murió hace cinco años! ¿Por<br />
qué no me lo has dicho?<br />
—Bueno, ahora lo sabes —dije.<br />
Se sentó lentamente. —Señor —dijo, probando el helado y saboreándolo, con los ojos<br />
cerrados—. Qué amargura. —Mucho rato después, añadió:— Anna, nunca lo pregunté.<br />
¿Tuviste hijos?<br />
—No —dije—. Y no sé por qué. Sospecho que nunca lo sabré ya.<br />
Lo dejé allí sentado y me fui a lavar los platos.<br />
Esta noche a las nueve oí a alguien que se reía en el lago. No lo oía reír a Roger desde<br />
que era pequeño, y no pensé que fuera él hasta que las puertas se abrieron de par en par<br />
y entró Roger, agitando los brazos, incapaz de dominar una hilaridad casi sollozante.<br />
—Roger, ¿qué pasa?<br />
—¡Nada, oh, nada! —exclamó—. ¡Todo es una maravilla! ¡Una gaseosa, Anna! ¡Toma<br />
tú también! ¡Bebe conmigo!<br />
Bebimos juntos, él se reía, guiñaba los ojos, y al fin se quedó enormemente tranquilo.<br />
Pero no dejaba de sonreír y de pronto pareció joven y hermoso.<br />
—¡Anna! —susurró con intensidad, inclinándose hacia adelante—. ¡Adivina! ¡Me voy a<br />
China mañana! ¡Y después a la India! ¡Y a Londres, Madrid, París, Berlín, Roma, México!<br />
—¿Tú, Roger?<br />
—Yo —dijo—. ¡Yo, yo, yo, no nosotros, sino yo, Roger Bidwell Harrison, yo, yo, yo!<br />
Lo miré fijo y él me devolvió rápidamente la mirada, y creo que me quedé sin aliento.<br />
Pues entonces supe que al fin lo había hecho, esta noche, a esta hora, en los últimos<br />
minutos.<br />
Oh, no, deben de haber murmurado mis labios.<br />
Oh, sí, sí, me respondieron los ojos, increíble milagro de milagros, después de todos<br />
esos años de espera. Esta noche por fin. Esta noche.<br />
Lo dejé hablar. Después de Roma, serían Viena y Estocolmo, había acumulado miles<br />
de planes, horarios de vuelos y prospectos de hoteles durante cuarenta años; conocía las<br />
lunas y las mareas, las idas y venidas de todo lo que anda por el mar y por el cielo.<br />
—Pero lo mejor —dijo al fin—, Anna, Anna, es que vendrás conmigo, ¿verdad? ¡Tengo<br />
montones de dinero reservado, no me dejes ir! Anna, dime, ¿vendrás?<br />
Di la vuelta al mostrador lentamente y me miré en el espejo: una mujer de setenta años<br />
que iba a una fiesta medio siglo más tarde.<br />
Me senté a su lado y meneé la cabeza.<br />
—¡Oh, Anna, pero por qué no, no hay motivo!<br />
—Hay un motivo: tú.<br />
—¡Yo, pero yo no cuento!<br />
—Justamente, Roger, sí cuentas.<br />
—Anna, podríamos pasarlo maravillosamente...<br />
—Me lo imagino. Pero has estado casado durante setenta años, Roger. Esta es la<br />
primera vez que no estás casado. No querrás pegar la vuelta y casarte de nuevo,