LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera
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—Iremos a París el año próximo.<br />
El año próximo... el año próximo... ningún año, oí que murmuraba alguien. Yo misma,<br />
aferrada al antepecho de la ventana. Durante casi setenta años había oído prometerle eso<br />
al niño, al niño-hombre, al hombre, al hombre saltamontes y a la mantis religiosa macho<br />
que era ahora, empujando a la mujer, que siempre tenía frío, envuelta en pieles, por<br />
delante de las galerías del hotel, donde, en otro tiempo, los abanicos de papel habían<br />
temblado como mariposas orientales en las manos de las señoras que tomaban sol.<br />
—Aquí, madre, ya llegamos... —y la voz se desvanecía todavía más, siempre joven<br />
ahora que era viejo, siempre vieja cuando había sido joven.<br />
¿Cuántos años tiene ella ahora? Noventa y ocho, sí, noventa y nueve años perversos.<br />
Parecía una película de horror repetida cada año, como si el hotel no tuviera fondos<br />
suficientes para comprar una nueva y pasarla en las noches apolilladas.<br />
Así, a través de todas las repeticiones de llegadas y partidas, mi mente volvió a la<br />
época en que los cimientos del Green Bay Hotel estaban todavía frescos, y los parasoles<br />
eran de un verde hoja tierna y oro limón; el verano de 1890, cuando vi por primera vez a<br />
Roger, de cinco años, pero de ojos ya viejos, cansados, y sabios.<br />
Estaba de pie en el césped mirando el sol y los gallardetes brillantes cuando me<br />
acerqué a él.<br />
—Hola —dije.<br />
El me miró, simplemente.<br />
Vacilé, lo toqué y corrí.<br />
El no se movió.<br />
Volví y lo toqué de nuevo.<br />
El miró el lugar donde yo lo había tocado, en el hombro, y estaba a punto de correrme<br />
cuando la voz de ella llegó desde lejos.<br />
—¡Roger, no te ensucies la ropa!<br />
Y Roger se alejó lentamente, sin mirar atrás. Ese fue el día en que empecé a odiarlo.<br />
Los parasoles de mil colores veraniegos habían ido y venido; bandadas enteras de<br />
mariposas habían desaparecido con los vientos de agosto; el pabellón se había<br />
incendiado y lo habían reconstruido, tal como era antes, el lago se secó como una ciruela,<br />
y mi odio, como esas cosas, fue y vino, crecía muchísimo, se detuvo para dar paso al<br />
amor, volvió y luego disminuyó con los años.<br />
Lo recuerdo cuando tenía siete años, conduciendo el coche de caballos, el pelo largo<br />
rozándole los hombros que se encogían, despectivos. Iban tomados de la mano y ella<br />
decía: —Si eres muy bueno este verano, el año próximo iremos a Londres. O el otro, a<br />
más tardar.<br />
Y yo mirándoles las caras, comparándoles los ojos, las orejas, las bocas, de modo que<br />
cuando entró a buscar una gaseosa a mediodía aquel verano me le acerqué directamente<br />
y le grité:<br />
—¡Esa no es tu mamá!<br />
—¡Qué! —Roger miró alrededor con pánico, como si ella pudiera estar cerca.<br />
—¡Tampoco es tu tía ni tu abuela! —grité—. Es una bruja que te robó cuando eras<br />
chico. No sabes quién es tu mamá o tu papá. No te pareces nada a ella. ¡Ella te tiene para<br />
cobrar el millón de rescate que recibirás de un duque o de un rey cuando tengas veintiún<br />
años!<br />
—¡No digas eso! —gritó él, dando un salto.<br />
—¿Por qué no? —dije, enojada—. ¿Para qué vienes aquí? No puedes jugar a esto, no<br />
puedes jugar a lo otro, no puedes hacer nada, ¿para qué sirves? Ella dice, ella hace. ¡<strong>La</strong><br />
conozco! ¡A medianoche se cuelga del techo del dormitorio con vestidos negros!<br />
—¡No digas eso! —Roger estaba pálido de terror.<br />
—¿Porqué no?<br />
—Porque —gimió— es cierto.