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LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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nuevo a la mujer en una tela limpia, encantadora y estimulante, si ella necesitaba serlo. Y<br />

si él, por otra parte, deseaba una nueva mujer para garabatearla, borronearla y tatuarla,<br />

bueno, la cosa funcionaba también. Porque ella sería nueva e intocada.<br />

—¡Gracias, doctor, oh, gracias, gracias!<br />

—No me den las gracias —dijo el doctor—, no he hecho nada.— ¡Estuvo a punto de<br />

decir que todo era una feliz casualidad, una broma, una sorpresa! ¡Que se había caído<br />

por las escaleras y había aterrizado de pie!<br />

—¡Adiós! ¡Adiós!<br />

Y el ascensor bajó, la mujerona y el hombrecito desaparecieron hundiéndose en una<br />

tierra que de pronto no era demasiado sólida, y donde los átomos se abrían para dejarlos<br />

pasar.<br />

—Adiós, gracias, gracias... gracias...<br />

<strong>La</strong>s voces se desvanecieron, nombrándolo y ensalzando su inteligencia mucho<br />

después de haber dejado arriba el cuarto piso.<br />

El doctor miró alrededor y retrocedió inseguro hasta el consultorio. Cerró la puerta y se<br />

apoyó en ella.<br />

—Doctor —murmuró—, cúrate a ti mismo.<br />

Dio un paso adelante. No se sentía real. Tenía que acostarse, aunque fuera un<br />

momento. ¿Dónde?<br />

En el diván, naturalmente, en el diván.<br />

ALGUNOS VIVEN COMO LÁZARO<br />

No me querrán creer si les digo que esperé más de sesenta años un asesinato,<br />

esperanzada como sólo una mujer puede estarlo, y que no moví un dedo cuando al fin se<br />

acercó. Anna Marie, pensé, no puedes montar guardia toda la vida. El asesinato, cuando<br />

han pasado diez mil días, es más que una sorpresa, es un milagro.<br />

—¡Sujétame! ¡No me dejes caer! <strong>La</strong> voz de la señora Harrison.<br />

¿Alguna vez, en medio siglo, la oí susurrar? ¿Siempre chillaba, gritaba, pedía,<br />

amenazaba?<br />

Sí, siempre.<br />

—Vamos, madre. Así, madre.<br />

<strong>La</strong> voz de su hijo, Roger.<br />

¿Alguna vez, en todos esos años, la oí elevarse por encima de un murmullo, una<br />

protesta, siquiera débil como la de un pájaro?<br />

No. Siempre una afectuosa monotonía.<br />

Esa mañana, igual que cualquier otra de las primeras mañanas, llegaron en el gran<br />

coche fúnebre para el habitual veraneo en Green Bay. Allí estaba él, sacando la mano<br />

para empujar al espantapájaros, una vieja bolsa de huesos y polvo de talco a la que<br />

llamaban Madre, lo que era sin duda una broma terrible.<br />

—Despacio, madre.<br />

—¡Me estás magullando el brazo! —Perdón.<br />

Desde una ventana del pabellón del lago yo lo veía empujar por el sendero la silla de<br />

ruedas, y ella enarbolaba el bastón como para espantar a todos los Hados o Furias que<br />

pudieran encontrar en el camino.<br />

—Cuidado, no me metas entre las flores, gracias a Dios decidimos no ir a París,<br />

después de todo. Me hubieras precipitado en ese tránsito desagradable. ¿No estás<br />

desilusionado?<br />

—No, madre.

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