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LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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tintineantes y conversación en voz baja, y leves parpadeos y más tazas de café en<br />

sueños que ya han empezado antes de la almohada. <strong>La</strong>s puertas se cierran. Los turistas<br />

duermen sobre almohadas húmedas de niebla, en sábanas húmedas de niebla, como<br />

sudarios manchados de barro. El olor del café es tan penetrante como la piel de la<br />

tarasca.<br />

En Guanajuato las puertas se cierran, las rígidas figuras de pesadilla cambian de<br />

posición. <strong>La</strong> escalera de caracol sube a la luz cálida de noviembre. Un perro ladra. Un<br />

viento mueve las flores de campanilla, muertas en las tortas de los monumentos. Los<br />

portones se cierran como un conjuro en la abertura de la catacumba, ocultando a la gente<br />

marchita.<br />

<strong>La</strong> banda ulula un último grito de triunfo y las barreras quedan vacías. Afuera, la gente<br />

se va caminando entre hileras de mendigos de ojos purulentos que cantan con voz muy<br />

aguda, y la huella de sangre del último toro es rastrillada y borrada y rastrillada y borrada<br />

por los hombres de los rastrillos en la gran plaza en sombras. En la ducha, un hombre que<br />

ese día ha ganado dinero gracias al torero, le palmea las nalgas húmedas.<br />

Raimundo cayó, Cristo cayó en la luz reverberante. Un toro acometió, un auto acometió<br />

abriendo en el aire una bóveda de negrura que se cerró con un portazo atronador y no<br />

dijo nada y se durmió. Raimundo tocó la tierra, Cristo tocó la tierra pero no supo.<br />

El funeral de cartón se hizo pedazos. <strong>La</strong> calavera de azúcar se rompió en la alcantarilla<br />

en treinta fragmentos de nieve ciega.<br />

El niño, el Cristo, yacían inmóviles.<br />

El toro nocturno se iba a dar oscuridad a otras gentes, a enseñarles a dormir a otras<br />

gentes.<br />

Ah, decía la multitud.<br />

RAIMUNDO, decían los pedacitos de la calavera de azúcar esparcidos en la tierra.<br />

<strong>La</strong> gente corrió y se quedó en silencio. Miraban el sueño.<br />

Y la calavera de azúcar con las letras R, A, I, M, U, N, D y O se la arrebataron y<br />

comieron unos niños que se disputaban el nombre.<br />

<strong>LA</strong> MUJER ILUSTRADA<br />

Cuando un nuevo paciente acierta a entrar en el consultorio y se tiende para balbucear<br />

una sucinta banda de asociaciones libres, corresponde al psiquiatra que está delante,<br />

detrás o por encima, decidir exactamente en qué puntos la anatomía del cliente está en<br />

contacto con el diván.<br />

En otras palabras, ¿dónde se pone el paciente en contacto con la realidad?<br />

Algunas personas parecen flotar a dos centímetros de cualquier superficie. No han<br />

visto tierra en tanto tiempo que están un poco mareados.<br />

Pero otros gravitan, se aferran, empujan, clavan tan firmemente los cuerpos en la<br />

realidad, que mucho después de haberse ido se encuentran sus formas de tigre y las<br />

manchas de las garras en el tapizado.<br />

En el caso de Emma Fleet, el doctor George C. George tardó mucho en decidir cuál era<br />

el mueble y cuál la mujer y dónde lo primero tocaba lo segundo.<br />

Porque para empezar, Emma Fleet se parecía a un diván.<br />

—<strong>La</strong> señora Emma Fleet, doctor —anunció la recepcionista.<br />

El doctor George C. George se quedó sin aliento.<br />

Porque era una experiencia traumática ver a aquella mujer que derivaba por la puerta<br />

sin el beneficio de un guardaagujas o del equipo de mecánicos que trabaja alrededor de<br />

los globos de Pascua de Macy's tirando de los cables, guiando las macizas imágenes

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